domingo, 11 de julio de 2010

Un quebrantahuesos violando el espacio aéreo francés















Julio 2010, Quebrantahuesos volando entre el valle de Gavarnie, Francia. Foto tomada desde el Puerto de Bujaruelo, 2270 metros de altitud, España.

Nació entre los riscos que atentamente otea para buscar sustento. Allí creó una familia, y ahora busca cualquier tuétano para poder alimentarlos. La brisa cálida que asciende por las laderas mece sus plumas y lo eleva más allá del valle. Más allá de aquellos peñascos que deja atrás. Desde su privilegiada atalaya puede ver todo un horizonte ante él, todo un mundo lleno de posibilidades y lleno de huesos que romper. Una suerte de cumbres, crestas, simas, cascadas, depresiones e ibones se le presentan delante de su pico. El horizonte se le hace inefable, pese a su imponente capacidad para desplazarse de un valle a otro. Él lo sabe: esa cuenca que recoge la sangre blanca de las escarpadas cumbres, es su lugar. Allí come, da de comer y espeta severas miradas a aquél que intenta inmiscuirse en su lugar destinado a su propia vida. Lugar. Suena bastante mal. Él también lo sabe: lucha por buscar comida, se abre paso entre sus coetáneos (que no congéneres) para poder buscar el lugar donde la vida sea menos dura y ancla raíces con sus afiladas garras al lugar que le proporciona el sustento para seguir siendo. Cuando entreve una sombra alargada en el horizonte lanza sus alas al vacío para intentar detener el avance de aquel ser alado que intenta buscar alimento más allá de su propio lugar destinado a su vida y sustento; quizá porque en el lugar que deja ya no quedan huesos que romper. Definitivamente, lo sabe. Guarda fielmente su lugar de abastecimiento y, una vez hecho suyo, una vez vetado a todos los demás, establece allí su hogar. Es su particular forma de establecer una frontera. Lo sabe. El hombre suele olvidarlo. Al hogar le añade un sustrato cultural inexistente en la forma primigenia del lugar, un aliño forjado más allá de la necesidad. El hombre es el único que puede abstraer, el único que puede prescindir del sustento, del sustrato, condición indispensable para el análisis. Y abstrae. Se olvida del abono que nutre las raíces y que extiende las ramas de aquello a lo que llama cultura. Lanza burdos llantos al cielo clamando hacia un ente arrancado de su realidad, de su res, de aquello material que lo nutría y lo hacía ser tal como era. Y arrancándolo juega con él. Se olvida de que su hogar era, en su esencia, un lugar de alimento y cobijo. Arranca el árbol y crea miles de formas con él. Juega a ser carpintero y, a sus mesas y sillas, les atribuye conceptos muy lejanos a aquél lugar del que se nutrieron, a aquel valle que las mismas manos del carpintero defendían ante cualquier intrusión foránea. El hombre es el único que puede olvidar que su hogar no es más que un lugar de abastecimiento, un silo, del que pretende asegurar su integridad para poder seguir comiendo, para poder seguir dando de comer, para poder seguir siendo. Es entonces cuando surgen los sentimientos nacionalistas llenos de contenido cultural que mantienen entretenida a la mente y vacía a la barriga. Es por ello que muchos movimientos nacionalistas son restauradores: pretenden ahondar entre las ramas secas de aquél árbol que arrancaron para encontrar la tierra con la que volver a llenar, con la que volver a restaurar, su escuálida (¿escuálida?) barriguita. Pero eso ya es agua de otro corral.
El hombre. Un homínido que olvida y, gracias a su defectuosa memoria, puede analizar y aprender. La abstracción es un mecanismo surgido del olvido. Pero esto también son derroteros por los que hoy no me apetece viajar.
Mi nacionalismo. Cuál es mi patria se me pregunta, dónde están mis padres de piedra y tierra. Patria y nación, árboles arrancados de su sino, hogares que olvidan que no son sino un silo. Somos hijos de la abstracción y la metáfora, del olvido y la invención. O el invento, si se quiere. Ando entre perpetuas y níveas contradicciones, soy consciente de ello: pertenezco a un lugar que me da alimento pero no consigue llenarme la barriga, un lugar que no puede tornarse en hogar. Como un quebrantahuesos que deja caer los inertes y blancuzcos huesos hacia las rocas y, una vez estallados, no encuentra tuétano alguno. Así ando yo por esta tierra.
Mis padres de carne y hueso, no aquéllos de piedra y tierra, a los que abrazo, lloro y siento, me brindaron la posibilidad de la metáfora. A ellos, a su carne que se regenera y se pudre les debo mi pequeña patria en el mundo. Ellos me dieron la posibilidad del invento. Me enseñaron a nutrirme de lo indigerible. Y así ando por la vida, con dolores terribles de estómago. Me descubrieron un valle lejano a mi lugar en el cuál, con el paso de los años, he hecho de él mi hogar. Él me da piedras, frío, hierba, polvo, cumbres, sudor, brisa y aliento. Y con ello me alimento. Soberana demostración de la capacidad metafórica del hombre y altiva afirmación de la contradicción sobre la que todo humano que llega al mundo se mueve. Han sido aquellos peñascos los que han guiado mis pasos ante la vida, el lugar que me ha aportado el alimento eminentemente metafórico que me ha permitido ser lo que soy y que me permite luchar año tras año para volver a él siendo algo mejor de lo que era. Es mi Ítaca personal que me guía y a la que nunca, quién sabe si este periplo acabará con el óbito, podré llegar. Arroyos salados se precipitan entre mis mejillas cuando llega el momento de abandonar mi hogar, el hogar que me brindaron y construyeron mis padres; arroyos que, cuando las cumbres desaparecen más allá de la carretera de vuelta a casa, se tornan en torrentes bravíos y estremecedores.
Es cuestión vital, irracional y pasional. Y yo lo sé. Y sé que es contradictorio. No intento adoctrinar mi sentimiento, no intento someterlo al yugo inmisericorde de la razón. Él es libre y se dispara hacia los peñascos cuando las cosas no andan bien entre el hormigón. Lo sé, es eminentemente inventivo, esencialmente metafórico. ¿Y qué? Eso me da la vida, por el mismo hecho de que es vida misma. Por eso mismo, cuando oigo hablar de doctrinas e idearios entremezclados con los sentimientos vitales, me horrorizo. ¿Cómo exponer en un manifiesto un pulso vital? No es cuestión de determinación estatutaria ni de panfletos olvidados tras una manifestación, no es cuestión de mandamientos ni de enumeración de intenciones... ¡es cuestión vital! ¿Qué monstruosidad es esa de exponer en un manifiesto una pulsión evidentemente irracional? ¡Es una salvajada! Puedo entender el nacionalismo como movimiento vital, pasional y restaurado (ya que debe vivirse con la barriga llena, sino no hay sentimiento nacional que valga) pero me asusta aquél intento por racionalizar lo irracionalizable, por intentar acallar a golpe de sección y artículo la inamovible contradicción que guía la vida alrededor del hogar.
¿Cuál es mi patria entonces? Aquello a lo que abrazo, lloro, siento y me alimenta. No aquél hombre de la plana de Lleida con el que, según dicen, compartimos gentilicio, sino aquél amigo que está leyendo esto, mi madre que me trae café y mi padre que se preocupa por mi inminente marcha. Mi hermana que me sigue molestando con su música a todo volumen, mi tía que me regala libros y mi novia que desea retener mi rostro en su memoria. El valle por el que lloro y ardo en deseos de volver a él, mejorándome y mejorándolo. Definitivamente, mi patria no es un árbol seco y arrancado, un nombre abstracto bajo el cuál cobijarse, ni un gentilicio exclusivista. Respeto, en tanto que sentimiento vital, a aquél que siente conexión con la inefabilidad de una comunidad cultural; pero no puedo compartirlo pues, vuelve a aparecer lo vital, no lo siento. Si no siento conexión alguna con el adjetivo sustantivado bajo el que muchas proclamas se cobijan, la humanidad, ¿cómo voy a sentirlo bajo un ente abstracto con el que me tratan de controlar, seleccionar y clasificar? El gentilicio es sólo una forma de control, una etiqueta que excluye el esfuerzo por ahondar en la complejidad del sentir humano.
Aquella misma forma de control que prefiere el eixample barcelonés al sendero escarpado y escondido del monte. En la montaña el ojo debe acostumbrarse al dinamismo mismo de la vida, el pensamiento debe esforzarse por encontrar un camino y perseverar en él. Entre las calles de una ciudad, las categorías y las etiquetas, vuelven vago al ojo y el pensamiento se desvanece entre las calles perpendiculares. Por eso la filosofía prefiere el bosque, donde debe decidirse entre todos los caminos posibles, buscar buscándose. En la ciudad suele estar ya todo buscado. Supongo que, por ello, ciudades como Praga, con aquéllas calles que se cruzan circular y elípticamente, y las barracas de las afueras de cualquier ciudad, suelen generar buenos ojos. Pero bueno, esto también es un sendero por el que no tengo ganas de seguir caminando. Alguno se puede esperar un cierre o un fin adecuado a toda esta diarrea de pensamientos. Hoy no toca. Hoy me reservo el derecho a la vida misma, donde ni todo acaba ni todo empieza nunca. Y no, esto no es un cierre.

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