domingo, 31 de mayo de 2009

Reflexión sobre el desengaño político.

Cuando uno toma conciencia del mundo que le rodea, cuando despierta del sueño feliz de la infancia, se ve encauzado a darse de bruces con la realidad. Y, por suerte, este encontronazo no suele ser muy violento, abriendo una pequeña herida que puede ser suturada volviendo al refugio del imaginario infantil... hasta que uno se pregunta por la distinción entre lo real y lo irreal; en ese momento la herida se abre ferozmente y la conciencia vierte tarros de sal sobre ella. 
Esta pregunta se plantea en muchos ámbitos, pero hay un ámbito concreto que incide de forma especial sobre la conciencia inocente del humano que despierta al mundo: el ámbito de lo político. 


Hace tiempo que mi cuerpo se vió asaltado por esta pregunta, la conciencia deshojó a tijeretazos la dormidera que encubría mi mente. Ésta se sobresaltó mientras observaba lo que le rodeaba, como compañero de viaje tomó al ímpetu de la adolescencia; y emprendió el camino de "desocultar" la verdadera opción política y señalar ferozmente a la falsa opción politica. Mi mente sentó rápidamente la distinción entre lo real (lo verdadero) y lo irreal (lo falso); la voluntad impetuosa de mis 17 años contrapuso lo real con lo irreal, y lo creyó irreconciliable. De esta manera sacié el anhelo de mi pregunta: ¿Qué es lo real y lo falso en el devenir político? Dicho de otra manera: ¿Cuál es la metodología que podria funcionar en el ámbito político con arreglo a mis convicciones?

Mis convicciones, algo que no podía ser cambiado en un mundo eternamente cambiante. Suturé la herida sangrante con una opción política; era la opción que me apartaba de la reflexión. Esto suena bastante mal: ¿Cómo puede ser que la política se escinda de la reflexión? Pues si querido lector, no hay nada más lejano de la reflexión que la acción. Para actuar debemos pensar, pero para pensar debemos dejar de actuar: pues toda acción entraña una decisión; y el pensamiento es un devenir constante entre contradicciones, cuando decidimos algo (una opción política, ir a comprar, adquirir un determinado vehículo, masturbarnos, etc.) el pensamiento se para en aquella decisión. Aquí se halla la base de toda convicción: dejar de pensar para poder actuar, para poder tomar una cierta decisión y que la reflexión constante de mi conciencia no me aparte de mi convicción; es la base de la decisión por un estilo de música, una estética, un viaje, una muerte, etc.

Evidentemente, no hago un juicio valorativo del acto. Actuar es necesario, sin el acto no habría vida, pero debemos tener claro que en el acto (al menos en su génesis) el pensamiento deja de trabajar y se para para ejecutar ese acto.
Pues bien, cuando nos decidimos por una opción política el pensar se detiene en dicha opción política; eso sí, después podemos reflexionar sobre nuestra opción, pero ya no nos encontramos en el terreno de lo política (que es el terreno del acto por excelencia: el voto, tirar huevos a un presidente, cambiar una ley, etc.) sino en la "metapolítica" en la reflexión de la opción escojida (reflexionar sobre el voto; pensar si, según Grimaldi, debo tirar huevos a un presidente para cambiar algo; reflexionar sobre el cambio de una ley bajo mis paradigmas políticos, etc.)

Retomando el hilo del presente escrito, cuando tomé dicha decisión política y actué conforme a su ideario; mi pensamiento se adormecía en mis actos, pero despertaba cuando discutía sobre la validez de mis convicciones. La fuerza de mi cuerpo adolescente me inclinaba a actuar más que a reflexionar, pero a base de reflexiones intermitentes... un cuchillo incandescente volvió a separar la carne suturada con la convicción y llegó hasta el hueso: apareció el desengaño político. Ya no tenía tan claro si la pregunta se hallaba en distinguir entro lo real y lo irreal... sino en ver si realmente lo real estaba tan lejos de lo irreal.
El hombre es un animal que vive en la convicción (que vive, que come, que anda, que quiere, que odia, etc), unas convicciones que se destruyen y construyen a lo largo de toda la vida. Y, por ello, volví a convencerme, volví a responderme con una nueva convicción: que lo real no estaba tan lejos de lo irreal, es más, que venían a ser lo mismo.

En efecto, hoy pienso que lo verdadero comparte todo su anhelo con lo falso; que, en política, todos ansían tomar el control para establecer sus convicciones. Y, estoy convencido, en el momento actual las izquierdas no difieren en nada de las derechas: la extrema derecha equivale (en espíritu y pretensiones) a la extrema izquierda, la izquierda equivale a la derecha y que el centro... que la opción de centro es la opción de la demagogia, utilizado unas veces por la derecha y otras por la izquierda. Es imposible hacer entender esto si uno no se aparta de sus convicciones y mira las cosas desde otro punto de vista, que es lo que trata de hacer el pensamiento. 
Voy a poner un ejemplo sobado y oportunista: cuando uno juega un partido de fútbol, ve al contrincante como un enemigo; la única opción es meter gol para poder mantener o lograr el poder. En cambio, cuando uno lo ve desde la grada (y no es un forofo enloquecido) ve que ambos equipos pretenden lo mismo (con diverso método, si, pero con igual fin), que hay un reglamento y un árbitro.
Pues bien, los dos equipos serían los partidos políticos, el reglamento sería la democracia y el arbitro sería el moderador de la cámara que da paso a un y otro partido. Y la pregunta es: ¿Y dónde cojones se halla la ciudadanía? La respuesta es sencilla: la ciudadanía no juega, paga para ver el partido. La ciudadanía paga el sueldo (la entrada al campo si seguimos con el ejemplo) a unos políticos (futbolistas) que se empeñan en elaborar discursos lejanos a la realidad del pueblo que los ha elegido en un acto de participación democrática (reglamento futbolístico) cada 4 años. 
La política está separada de las necesidades del pueblo y, con esto llega la mayor convicción del escrito, la democracia actual del 1r mundo no funciona; bueno, perdonad mi inociencia, le funciona (y muy bien) a la clase política. 

Y es que, en España, no interesa que funcione: el estudiante es tratado como un vividor y no como el futuro; la educación y cultura españolas son vergonzosas. Vivimos en un país cadavérico que utiliza aún los términos de distinción política a la vieja usanza de la revolución francesa: los girondinos y los jacobinos, derecha e izquierda; vivimos en un modelo democrático de alternanza política en el poder, como a finales de 1800 con la alternanza en el poder del partido liberal y del partido conservador. Somos un país que no apuesta por el futuro y que se acabará hundiendo en la mierda. Porque, no da mucha tranquilidad que yo piense que tenemos suficiente con votar cada cuatro años... porque con el nivel de gilipollez y ignorancia de este país, si tuviéramos un modelo político realmente participativo, seríamos capaces de ser gobernados por Karmele, Paquirrín o el Chiquilicuatre.

La verdadera tentativa de cualquier teoría política que se verá respaldada por el que escribe, será aquella que intente crear un país culto, un país formado (recuerdo que el gobierno socialista va a repartir unas becas para quien suspenda en la universidad... en fin, sólo me cabe pensar que les interesa tener un pueblo idiota para que no se pare a pensar) con el que poder crear una opción de voto coherente; es decir, que fomentando una educación y cultura consistentes, tengamos unas generaciones venideras que voten a partir de una reflexión previa... evitando que en el futuro tengamos a engendros como Carmen de Mairena votando. 
Todos los demás partidos que siguen aceptando esta democracia ya se pueden ir a zurzir mierdas, pues (apoyando o no al reglamento democrático) hasta el más tonto se acaba aprovechando del sistema democrático actual y llevándose al bolsillo un paston por mi voto para que después no hagan una santa mierda. Y no me vale la opció de "canviar el estado democrático desde dentro" que ya me conozco esos discursos, y al final acaban siendo los que se llevan las sacas de dinero.

Retomando el tema de la educación como mejora política, aquí se vuelve a apoderar de mi el germen del desengaño político: ¿Quién llevará a cabo esta educación? ¿No será una educación polarizada y dirijida al voto de un determinado partido en el futuro?

En fin, viendo el estado actual de la cuestión... sólo me queda la opción de pegarme una taja enorme, hacer libaciones con las papeletas, pegarme un simposio en honor del "aprovechado político" (ya me gustaría a mi entrar en un partido para arreglarme la vida) y escuchar el "Cant dels Ocells" mientras bailo encima de las urnas y me masturbo con mi D.N.I.

Homo homini lupus








miércoles, 27 de mayo de 2009

Primer intento de homenaje al Post-Rock

El ser humano tiene una herramienta de gran valor: el lenguaje. Con él puede clasificar aquello que lo rodea y llegar a controlarlo; puede etiquetar y encasillar un mundo que, fuera de los esquemas humanos, se nos antoja caótico y peligroso.
La tarea del lenguaje consiste en esquematizar lo "inesquematizable", en controlar lo incontrolable, en clasificar lo "inclasificable"; por ello, cuando intentamos acotar algo mediante el lenguaje, pronto vemos que la realidad va mucho más allá de toda frontera linguística. Es ahora cuando entiendo aquel viejo símil: el lenguaje intenta dar sentido a lo caótico, pero no tiene más éxito que la niña que intenta cojer agua con un cesto de mimbre. El agua se escapa por los entresijos de la costura de mimbre; pues bien, el agua sería la realidad y nuestro lenguaje aquella amalgama tejida de mimbre.

El adulto que intenta clasificar el mundo a través del lenguaje (artístico, matemático, filosófico, político, corporal, etc.) no difiere mucho del niño que juega con bloques de madera e intenta encasillar el círculo dentro del triángulo; pero lo más triste es que el adulto no haga "autocrítica" o reflexión sobre su capacidad linguística. Cuando el hombre toma su lenguaje, y el consiguiente encasillamiento de la realidad, como algo absoluto: el arte se estereotipa, la matemática pierde su contacto con la realidad, la filosofía se dogmatiza, la política se corrompe y lo corpóreo se pudre.

La humanidad tiende a conocer pero, evidentemente, es mucho más fácil conocer una realidad estática que una realidad viva y cambiante. La realidad estática nos permite los estereotipos, lo encasillado, lo dogmático; lo estático es más controlable. Aquello que permanece quieto se presta a una mejor investigación, podemos clasificarlo: cubismo, triángulo, comunismo, derecho, clásico, rock, razón, cristianismo. Pero, para desgracia de los dogmáticos y vagos, la realidad es increíblemente dinámica; de ahí que el hombre tenga problemas de contextualización.
Me explico: lo realmente difícil en la enseñanza es hacer ver el movimiento dinámico de los conceptos, ya sean artísticos, matemáticos, históricos o filosóficos. El estudiante prefiere estudiar el concepto de "clásico" en nuestra época, el concepto de triángulo según la geometría euclídea;
prefiere memorizar el concepto de "razón" ilustrada.
Aunque, para desgracia del pobre estudiante, cuando ve que lo "clásico" no ha tenido siempre el mismo sentido, que el triángulo no funciona de la misma manera en todos lados y que el concepto de razón ilustrada no coincide con la razón romántica... le entran unos nervios tremendos y no sabe de que manera afrontar el examen del día siguiente. Le encantaría encontrar una lámpara mágica y pedir al genio que parara el mundo, para poder comprenderlo.

Y es que, nuestro mundo no puede ser comprendido desde una óptica estática; no podemos comprender lo cambiante desde la estructura de lo quieto. Por eso hay que andar con el mundo y tomar como compañero de viaje el contexto, único bastón donde apoyarnos para proseguir en este gran viaje: la comprensión de lo caótico.
Aunque si vemos que la caminata se nos atraganta y nos seca la boca... nada mejor que llenar nuestras cantimploras con el refrescante sabor del método dialéctico, para poder hechar mano de aquella ayuda hegeliana que tantos gobiernos han malinterpretado y que tantos dogmáticos dejan de lado.

Post Scriptum: este era un intento de homenajear a esa música inclasificable, clasificada como Post-Rock. Claro que, intentando excusar cualquier clasificación por mi parte... me he acabado metiendo en un entresijo de palabrejas que no vienen al caso: típico del hombre que cree que tiene algo que decir, y que encima cree que lo dice bien (cuando no sabe que, en parte, ya está todo dicho) [Y, si, esto es una autocrítica]

lunes, 25 de mayo de 2009

Esto no es una crítica vitivinícola



Esto no es una crítica vinícola. Es una pulsión entre Eros y Tánatos. Un devenir entre el amor,  indisociable de la muerte, y la vida. Una vida que, eminentemente,  es indisociable de la propia muerte y del mismo eros hacia la vida misma.

El dolor se proclama como un amante alocado de la muerte, pero un fiel cónyuge de la vida. ¿Y qué es la vida sino muerte? La vida es una muerte paulatina, pero a su vez, la muerte es la mejor razón para la vida.

Las doctrinas epicúreas, grandes acalladoras del dolor, cometieron un grave error. El dolor debe ser sentido. Vivir es sentir, es olfatear, es mirar, es correr, es llorar, es sudar, es crecer, es morir, es dormir, es enfermar, es sanar… y ese sentir no excluye, por definición, el dolor.

El dolor es inseparable del placer de la misma manera que la vida es inseparable de la muerte, o de la misma manera que la mano del campesino es indiscernible de la uva que recoge con mimo. Se funden una con la otra en una simbiosis agradecida.

Lejos de querer unirme a una especie de masoquismo barato,  lejos de querer sentir el dolor por el dolor; quiero acercarme a un sentir por el mismo sentir. Cuando siento, vivo. Pero, para sentir, debo buscar el contraste y en ese contraste es donde hallo ese sentir.

Me abrazo a un dolor para sentir que estoy vivo. Ese sentir me dice que aun respiro. Ese llorar me dice que aun puedo emocionarme, que aun puedo seguir sintiendo.

El ser humano tiene tendencia, como casi todas las especies, a perpetuarse en el tiempo. Por ello evita el dolor, pues el dolor tiene que ver con el mal funcionamiento de algo, el dolor nos conduce al temido fin.

 

Esa concepción de la vida como mera supervivencia conlleva un grave error. La muerte es el no-sentir, es la exterminación de los sentidos. La muerte encierra la imposibilidad de sentir, la experiencia queda renegada a la vivencia. Vivir es sentir y el morir humano es un morir de la experiencia.

Pensar en la muerte crea sentimientos como el dolor, el disgusto, el frío, el desagrado. Pero ese mismo pensar es posterior a la experiencia, a la experiencia de la muerte. Y esto es, la vida.

Vivir, en cambio, es tener sentimientos como el placer, el gusto, el calor o el agrado; pero vivir también conlleva tener sentimientos de dolor, disgusto, frío y desagrado. La vida es indiscernible de la experiencia humana, el vivir en sí mismo es un sentir.

 

Cabría aquí la posibilidad de pensar vida y muerte como algo totalmente contrapuesto. No sería una relación ingenua, pues es la atribución de buena parte de la tradición filosófica. Para el que escribe, muerte y vida son un todo que no pueden ser pensados por separado. La muerte alimenta al impulso vital, y ese mismo impulso vital culmina en la muerte. La descomposición de la vida orgánica es la composición de multitud de experiencias vividas que conforman mi identidad. No puedo pensar en la muerte si muero, pensar en la muerte equivale a estar vivo. Y tener consciencia de que la muerte es, hace que mi vida se haga más consciente de su efímera realidad. Lo que subyace aquí es un afán por aprovechar esa causalidad que hace que yo pueda estar escribiendo esto, debo aprovechar mi consciencia de la muerte para tener una vida bien vivida. Lo importante es la consideración de los antiguos pobladores de Grecia: una buena vida es aquella vida que volvería a ser vivida en su totalidad.

En este sentido, vida y muerte se dan la mano. Y la muerte se me presenta como la gran aliada, como el espejo detrás de un jugador en una mesa de póquer. La muerte permite saber el final, y ello conlleva a que mi decisión por la finalidad alcance una trascendencia mucho mayor.

 

Esto no es una crítica vinícola. Es un impulso por plasmar lo aprendido durante cuatro largos años. Es un impulso que me conduce a plasmar el discurso de la muerte como afirmación de la vida en algo que se me ha ido revelando durante esos cuatro años: el mundo del vino.

 

El vino es el mejor ejemplo de mi discurso. Es el mejor reflejo del abrazo entre vida y muerte. Es una bebida que, como todo lo orgánico, nace y perece. Y en ese proceso de nacimiento y muerte, el vino cobra diferentes expresiones. El vino aprehende de su alrededor: siente el frío de la mañana, y el atardecer de octubre, siente las manos del que lo mima y siente la presión que extrae su esencia. El vino siente su eclosión y siente su letargo en la barrica, el vino se expresa en la botella. E irremediablemente, el vino alcanza su máxima expresión en el golpe contra la copa. Un giro rotatorio a esta, y el vino te mostrará, junto con la transparencia de la copa, lo aprehendido durante su vida. Una grata charla, un momento de espera y el vino recobrará de nuevo su vigor antes de perecer.

El vino sabe que su destino es eclosionar en una multitud de aromas en la ávida nariz de algún comensal. Por ello, conocedor de su fin, busca su finalidad a lo largo de su vida: por ello espera a que la uva este madura, extrae su esencia y espera en la barrica.

 

El vino es el fiel reflejo de lo humano. Para vivir necesita la oxigenación, para demostrar su potencia olfativa necesita de un giro rotatorio en copa que le haga emerger en miles de aromas y expresiones. El hombre también necesita de esa oxigenación para expresarse y para sentir. Por otra parte, la oxigenación acaba oxidando al vino cuando se lo deja demasiado tiempo en copa. El caldo perece en ella con un atisbo último de vitalidad: se explaya aromáticamente a través de la oxigenación, da todo su sentir al último atisbo de aire. Inhala, para morir oxidado en una emersión de los aromas que han constituido su identidad como tal.

El hombre también perece con la oxigenación, el hombre se oxida con cada bocanada de aire. Si da cuenta de que su existencia no es más que un efímero baile entre la vida y la muerte, entre Eros y Tánatos, cada bocanada de aire será una inhalación de conciencia que dará cuenta de nuestra gran ventaja: sabernos conocedores de nuestro final. Y esa conciencia de la futura inconsciencia es lo que hace que mi vida tenga algún atisbo de ser digna de volver a ser vivida.

 

Esta línea de reflexión me lleva a hablar, continuando con el ejemplo del vino como fiel reflejo de esta univocidad entre vida y muerte, de una Denominación de Origen Calificada: la “DOQ Priorat”. Y más concretamente de una bodega en especial, el “Celler Genium”[1], en el que encontramos el vino “Genium Celler 2004” del que damos cuenta en este escrito, un tinto de crianza. Sobra decir que la añada 2004 de esta bodega fue calificada como “excelente” por la misma “DOQ Priorat”.

El lector de este escrito se preguntará el motivo de que incluya a este vino en mi reflexión. Según el criterio del que escribe, el “Priorat” es un claro ejemplo de la univocidad entre Eros y Tánatos, entre vida y muerte; en esta Denominación de Origen Calificada se dan unos paisajes agrestes en los que el viñedo lucha por mantenerse en pie. El vino pelea su vida desde la misma vid. El dolor como compañero indisociable de la vida se expresa en este vino, desde el mismo suelo irregular hasta el tremendo esfuerzo de la vendimia.

El Priorat es una zona de origen volcánico, su base está compuesta por pizarra rojiza y negra combinada con granitos en descomposición. Este sustrato caracteriza la acidez típica de los vinos del Priorat.

A su clima continental se le añaden unos cambios de temperatura bruscos entre día y noche, y unos vientos fríos del norte y cálidos del este. La combinación de su orografía y este particular clima, confieren a la comarca una dureza que se transmite en sus vinos y en la resistencia de sus viñedos.

Estos viñedos se encuentran a una altitud media de 400 metros, situados en colinas y laderas imposibles de cultivar para todo agricultor que no se preste al duro trabajo del cultivo en orografías tan extremas.

 

Desde su mismo nacer en la vid, el vino sabe que el esfuerzo y el dolor en su formación son causa del placer expresado en multitud de aromas una vez vertido en la copa.  A las faldas del Montsant nace y crece un vino de carácter fuerte, un vino eminentemente paisajístico: en él se reflejan las laderas irregulares de sus viñedos, así como el frío del invierno y la brisa veraniega.

 

Este es un caldo que, como su comarca, no se sonroja ante lo ecléctico. En el Priorat se funden los grandes acantilados y peñascos, así como el pequeño bosque y las tenues colinas. En sus vinos, este afán por lo equívoco, se muestra en la combinación de diferentes uvas para la elaboración del mosto.

Para la elaboración del vino que se presenta se utilizaron cuatro variedades de uva: syrah (5%), merlot (15%), cariñena (20%) y garnacha (60%).  

Esta combinación de tipos de baya, unido a la tierra ácida del Priorat, confieren a este vino una alta graduación alcohólica y un cuerpo intenso con un bouquet duradero y una marcada acidez en boca. Un vino desaconsejable para las narices y paladares que detestan los sabores de carácter fuerte. En la composición de este caldo, se han utilizado principalmente uvas garnachas. Estamos frente a una uva resistente al frío y al cambio de temperatura, una uva que da alta productividad de mosto incluso en las condiciones más desfavorables. Es un tipo de baya que se expresa en vinos de poco color y de elevada graduación alcohólica. Es el fruto de la vid preferido por esta tierra, una tierra de difícil maduración de la baya en el viñedo; debido principalmente al cambio de temperaturas entre estaciones y la agreste configuración de la orografía. Punto importante para la vendimia, que debe ser llevada a cabo manualmente ya que la maquinaria no puede trabajar en terrenos tan irregulares. El acto manual de la vendimia le confiere al vino del Priorat una relación sensual entre el hombre y la vid: el hombre siente crecer a la baya y experimenta a través de su palma la maduración de la misma. Se da una estrecha relación entre la vida del vino y la vida del hombre, una relación forjada en la experiencia. Una relación madurada con la sensibilidad. Es gracias a dicha sensibilidad como el hombre toma la decisión de vendimiar, cuando su tacto, su vista, su olfato y su oído dan cuenta de la maduración de la uva.

Es una relación eminentemente sensorial: táctil por la caricia de la uva, vistosa por el color negro azulado de las uvas, olfativa por el aroma maduro de la parra y sonora por el rebufo del viento a finales de Setiembre.

 

Otra variedad importante en este caldo es la uva cariñena. Una planta muy productiva, hecho que se agradece en comarcas como esta. Es de brotación tardía, lo que le hace ser una vid muy querida de las tierras cercanas al Montsant  debido a que evita las heladas del invierno, brotando en primavera. Esta es una uva con gran concentración de taninos, que se expresan en el vino mediante una elevada asperidad en boca. Unos taninos que le aportan una gran capacidad para envejecer, sobre todo si es combinado con uva garnacha, y una alta acidez en el paso final en boca.

La siguiente uva con más presencia en este vino es la uva merlot. Esta uva deviene en un vino que tiene la propiedad de envejecer rápidamente sin perder calidad, aportando en su fermentación una finura y una suavidad que contrastan con la asperidad de la cariñena.

La uva con menos presencia en este vino es la uva syrah. Una uva que produce un vino amable, de aroma profundo a frutas silvestres. De color intenso y refinado, tiene un marcado cuerpo ácido en boca.

 

Con esta combinación de uvas, el mosto de este “Genium Celler” se decanta claramente hacia la elaboración de un vino viejo. Un vino que recoge la fuerza de la garnacha y su opacidad cromática; que da cuenta de la asperidad y acidez de la cariñena; que da un suave guiño a la finura de la merlot y que recoge en boca la amabilidad exótica de la syrah. La combinación de garnacha y merlot le confieren esa capacidad para envejecer en barrica de roble. Un envejecimiento que puede ser confundido con la potencia alcohólica de este vino.

La potencia alcohólica se refleja en el potente cuerpo que muestra en nariz y que nos denotan sus densas lágrimas posteriores al grácil giro de nuestra copa. Su vejez, en cambio, se nos presenta bajo un bouquet duradero que deja aromas ácidos en boca. Una vejez marcada por la asperidad del tanino que nos hace recordar, bajo su tacto en boca a madera, su maduración en barrica.

Es un vino duro y con un cuerpo viejo, pero que tiene un punto de vitalidad marcado por el aroma oriental de la syrah; su presencia nos evoca esas frutas silvestres en nariz y en boca entrevemos las frambuesas maduras.

Su color, desteñido por tratarse de un viejo, es rubí intenso con un toque a fruta roja. La syrah y la garnacha tiene que decir mucho en el color final de este caldo: la syrah aporta el color joven de la fruta y la garnacha ese color opaco de la baya resistente. Los dos colores, envejecidos, crean una rojiza luz tenue si contrastamos la copa contra un fondo blanco.

 

Este vino[2], como decíamos, es el fiel reflejo de ese devenir entre Eros y Tánatos. El vino se nos presenta viejo, envejecido demasiado quizá, pero nos aporta esa vitalidad que todo anciano desearía. Es un vino que experimenta y siente hasta en los últimos compases de su existencia, es un vino que deviene mientras lo bebo. A cada sorbo, la potencia corporal desaparece y se nos presentan la vitalidad de las frutas rojas. Es su última oxigenación antes de morir. Su último aliento es un intento de evocar el amor por la vida, teniendo conciencia de su claro final.

Este vino, después de un par de horas en copa, muere definitivamente. Pero en su último caminar, en sus últimos giros que lo oxigenan, nos muestra ese cambio, ese sabor dulzón antes de morir en nuestras manos. Un vino viejo que sabe morir, sabe dirigirnos sus últimas palabras en su lecho de muerte: la copa en nuestra mano. Una vida entera de esfuerzo y dolor, para terminar con el placer de morir en una eclosión de aromas logrados a través de los años.

Cada botella de vino muere de forma diferente. Nacen y crecen de forma similar, pero cada botella deviene en sus momentos finales de forma diferente. No es lo mismo abrir una botella de “Genium Celler” con un entrecot, que en una mesa de ordenador. Nuestra forma de conversar con él, de sentirlo, le da un significado que ninguna botella podrá volver a tener. Abrirlo en la soledad de la noche no es lo mismo que abrirlo en compañía de la persona a quien amas. No es lo mismo distinguir la asperidad de los taninos en un ataque de melancolía, que sentir esa misma asperidad con una sonrisa en los labios. En este sentido, cada botella de vino es una obra aurática en sí misma. Cada botella es irrepetible. Mi forma de interactuar con ella, mi forma de sentirla, difiere enormemente dependiendo de mi estado de ánimo, de mi compañía o del lugar donde la abro.

 

Y es que, la vida es muerte. Y la muerte es el mejor sentido de la vida. Yo quiero vivir como esa buena copa de vino, sufriendo a veces; pero sabiendo que ese dolor es condición de posibilidad de la vida misma. Sabiendo que envejeceré y quizás mis últimos compases sean los más felices. Y que en esos últimos momentos, dándome un giro rotatorio a mi misma copa, me oxigene y vuelva la cabeza hacia atrás mientras exhalo: ¡volvería a vivirte! Yo quiero ser como ese buen vino, que nunca deja de cambiar; y que en el cambio, en la experiencia, aprehende la esencia de la vida. Yo quiero ser como esa copa de vino que se despide con un golpe aromático, penetrando en las entrañas de los que beben de mí.

 

Esto no es una crítica vinícola; es el impulso que me obliga a trascender, las ganas de ser bebido y las ganas de beber.


[1] Ubicado en la localidad de Poboleda

[2] La D.O. Montsant, en el centro del Priorat es una opción económica si queremos probar un vino del carácter comentado. La diferencia básica entre una Denominación y la otra (aparte de la “calificación”) es el tipo de vid; la vid del Priorat es de edad avanzada, lo que confiere a la comarca esa especialización por el vino viejo en su forma tinta. El Montsant tiene viñedos más jóvenes pero su ubicación casi en el mismo centro del Priorat, la están convirtiendo en una D.O. a tener en cuenta.

domingo, 10 de mayo de 2009

El Zumbido




- ¿Cómo estás? –preguntó Amanda, con voz mortecina, mirando las blancas sábanas que cubrían el inmóvil cuerpo de su hermano-

- Ahora que te has decidido a venir, mucho mejor.

- Ya sabes que...

- Lo sé -cortó Víctor, como sabiendo lo que iba a decir-, no hace falta que te excuses conmigo.

 

La entrada de la enfermera interrumpió el reencuentro, llevaba una bandeja con el suministro de cada tarde para Víctor:

- ¿Más para mis úlceras? –le preguntó Víctor, siempre entre la cortesía y la mofa-

- Y para muchas cosas más, ya sabes -respondió risueña la enfermera-

Dejó la bandeja apoyada en la mesita del paciente, deslizó la sábana hasta descubrir la blanquecina barriga de Víctor y se dispuso a pincharle su dosis. Él mismo se dio cuenta de lo inevitable, observó cómo el rostro de su hermana empalidecía:

- ¿Todo bien?

Amanda no respondió, no se había percatado de las múltiples agujas y sangre que reposaban en la bandeja metálica de la enfermera. Pensó que sólo había entrado para tomar constantes a su hermano. Giró su blanquecina cara hacia la pared y, temblorosa, buscó un bote de pastillas entre su desordenado bolso; poco a poco la blancura y el temido zumbido se iban apoderando de ella. Las paredes eran blancas, las cortinas eran blancas, los muebles eran blancos... hasta las arrugadas sábanas que cubrían el inmóvil cuerpo de su hermano, asaltado por multitud de tubos y cables, eran blancas. Al fin encontró el bote que acabaría temporalmente con aquel horror blanquecino, quitó la tapa y alzó el frasco hacia su boca, tirando violentamente la mitad de las blancas pastillas por el suelo. Tragó gran cantidad de aquellas malditas pastillas blanquecinas, hizo una mueca con la boca como intentando mitigar el amargo sabor que había quedado en su garganta. No sabía cuántas había tomado, pero una cosa tenía clara:

- Esta vez no pienso irme Víctor, dile a tu amiga que me avise cuando acabe.

 

Y se dejó caer lentamente hacia el suelo, arrastrando las manos por la pared. La enfermera la incorporó y la sentó en un sofá despedazado.

- Ya esta Amanda, ya se ha ido. ¿Aún le tienes miedo a los hospitales?

No contestó, estaba sumergida en aquel haraposo sofá.

- ¿Amanda? ¿Estás bien? ¡Amanda!

 

A Víctor le recorrió un escalofrío por el único lugar donde aún sentía, del cuello para arriba. Quizá la enfermera no le habría dado importancia a la feroz ingesta de pastillas, y simplemente la había dejado allí sentada con algún infarto en algún órgano, o con cualquier efecto secundario de aquella condenada medicación. Empezó a gritar a la enfermera, maldiciéndola por no haber atendido como se debía a su hermana. Hasta empezó a maldecirse a sí mismo por estar tan acostumbrado a presenciar los desmayos de su hermana.

 

Amanda levantó levemente la cabeza, molesta por los gritos de su hermano:

- Víctor... cuando aprenderás a calmarte... he hablado con la enfermera antes de entrar en la habitación, le he hecho jurar que no me llevara fuera de la habitación. Hoy pienso quedarme.

- Pensaba que...

- No pienses eso -interrumpió Amanda, sabiendo lo que Víctor imaginaba-

- Gracias por venir, sé que...

- Eres mi hermano Víctor, no puedes moverte. Alguien tiene que venir a ayudarte, digan lo que me digan los psiquiatras y los psicólogos -volvió a interrumpir Amanda-

- ¿Que te dicen?

- Cada vez me dicen menos y me dan más pastillas aún. Más botes con más pastillas blancas.

- Amanda, deberías hacerme caso. Sé que no quieres hablar del tema, pero lo mejor que puedes hacer con tus miedos es afrontarlos. Hoy lo estás haciendo muy bien. Estoy asombrado -Víctor sabía que él mismo estaba asustado, pero se lo escondía a su hermana-, sé lo mucho que te ha costado estar más de un minuto en esta habitación. Es la primera vez que no tendrás que salir de aquí en brazos de enfermeras. ¿Ves cómo podías superarlo?

- Lo sé Víctor, pero todo esto se me hace tan grande… se me come el mundo. Si no fuera por estas pastillas...

- Te equivocas. Yo se que eres capaz de salir a la calle sin ese maldito bote, lo sé. Sé que puedes ir a todos esos sitios que salen en las fotos de casa sin la compañía de ese asqueroso frasco.

- Para ya Víctor, sabes que nunca me ha gustado viajar. No soy como tú, yo me contento con mirar tus fotos. No puedo salir fuera, ya sé cómo es el mundo… me lo han enseñado esas fotografías.

- Amanda, yo se que tu siempre has tenido más ganas que yo de viajar. Yo viajaba para ser tus ojos ante el mundo, viajaba para...

- ¡Víctor! -se interpuso Amanda- ¡Que no me gusta viajar! ¡Me ahoga el mundo, me da miedo la gente, no hay aire en la inmensidad! ¡Necesito mi casa, mi sillón, mis pastillas!

- Y entonces, ¿por qué no dejas ya de mirar tantas fotos? ¿Por qué registras siempre mis fotografías de viaje?

- ¡Pero qué dices! ¡Si desde el accidente nadie entra en tu habitación!

Víctor se quedó helado, pasaron fugazmente sus siete años postrado en una cama por delante de él.

- Siete años Amanda...

- Perdona, me he puesto nerviosa.

- Mira, no intentes engañarte. Tu novio me ha dicho que te pasas las tardes en mi habitación... mirando mis fotos en África, en Argentina, las fotos del Pirineo, las de Alaska, las del Gobi, las del Tíbet, las de la 66 por Norteamérica... todos esos paisajes que yo fotografiaba para ti. Siempre he sabido que te hubiera gustado estar a mi lado en esos viajes. Mis pies han pisado tanto Amanda... ¡y ahora están entumecidos en esta mierda de hospital!

- Basta ya Víctor...

 

Él calló, sabiendo que era inútil convencer a su hermana de ese modo. Un zumbido recorrió su cabeza, el silencio se apoderó de la habitación, y el se mantuvo gracias al latir mecánico del monitor de Víctor. Al compás del silencio, la habitación empalideció, dejándose llevar por el vaivén soporífero de todo cuanto cabía en aquél blanco habitáculo. Un zumbido más fulminó el pensar de él, rompiendo al unísono el aletargado silencio. La habitación olvidó lejanos países, abandonó el recuerdo de grandes viajes, dejó de lado los álbumes de fotos; a su vez se llenó de tierna banalidad, de hermosa contingencia.

- ¿Te has dado cuenta de lo rápido que me crece el pelo? -dijo Víctor, mutilando el tozudo repicar del monitor-

- ¿Cómo? -se sorprendió Amanda, tan asustada por el repentino despertar de la taciturna habitación como por la inútil pregunta de su hermano-

- Nada, déjalo, era por decir algo.

 

Un nuevo halo de silencio se apoderó de los dos hermanos, hipnotizados por el latir amplificado de Víctor en el monitor. Amanda miró el reloj, llevaba seis horas delante de su hermano.

- Debería marcharme Víctor, mañana volveré. Al fin lo he conseguido.

- Lo sé Amanda.

 

Ella acarició el pelo de su hermano, le besó en la frente y se quedó mirándole un buen rato sentada en el borde de la cama. Movió los labios tímidamente, intentando sonreír. No sabía si su boca había podido dibujar aquella sonrisa, se levantó y caminó hacia la puerta. Sus pasos eran inseguros y sus manos tanteaban el camino, intentando buscar algo a lo que asirse. En la puerta, no pudo girarse a su hermano para intentar sonreírle de nuevo. Amanda sabía que, si se giraba, podría caer al suelo; Víctor la vio salir, vio como la luz del pasillo cegaba sus medicados ojos, vio como tanteaba el espacio encontrando el antebrazo de la enfermera.

Su hermana desapareció en la fluorescente luz de aquél inexplorado pasillo. Víctor se quedó mirando la puerta, un nuevo zumbido en la sien le recordó su constante latir mecánico; haciéndolo, esta vez, mucho más evidente e insoportable. Supo que algo debía cambiar.

 

El novio de Amanda esperaba en la puerta, sabía que no debía hablar. Únicamente la abrazó y la sentó en el coche. Mientras volvían a casa, a Amanda le asaltó la terrible sensación de que, quizás, se estaba engañando a sí misma; pero, como hacía con muchas otras cosas, dejó esa idea para otro momento.

- Abre la ventana, quiero oír el ruido de la tarde para no escucharme -le pidió Amanda a su novio-

Él bajó las dos ventanas y miró a Amanda, una mirada que se debatía entre el cariño y la compasión. Cuando llegaron al portal, él decidió darle un voto de confianza, quizá la protegía demasiado:

- Ves subiendo Amanda, voy a buscar sitio para aparcar

 

Amanda seguía sin hablar ni moverse, miró a la calle. Sólo le separaban una acera y dos pisos hasta la seguridad de su casa; un lugar lejos de la gente, el bullicio, el peligro…

- Sé que puedes -él no lo tenía tan claro, pero sabía que había llegado el momento en el que Amanda afrontaría sus miedos-

Al fin, Amanda cruzó la acera ante la atenta mirada de su compañero. Empezó a creer que podría lograrlo. Antes de llegar a alcanzar la puerta, decidió girarse para dedicarle una sonrisa a su novio; de repente, se dio cuenta de que estaba en la calle, sola. La distancia entre la hostil inmensidad del mundo y la tranquilidad se su habitación era insalvable. Parecía que el oxígeno se perdía en el vasto universo, y no encontraba nada donde sujetar su, cada vez más pesado, cuerpo. Él quería ayudarle, quería salir corriendo y levantarla; pero debía confiar en ella, Amanda necesitaba saber que podía hacerlo.

Ella sabía que si abría la puerta, tendría medio trabajo hecho. Intentó respirar el poco aire que le quedaba alrededor, giró su tembloroso cuerpo hacia la puerta y logró dar un paso hacia ella.

Una vez dentro todo parecía más fácil, aunque el pasamanos no guardaba la misma nitidez y regularidad que cuando subía acompañada. Las escaleras también le parecieron la obra de algún macabro arquitecto.

 

Todo cambió cuando abrió la puerta del piso. Se encontró, como de costumbre, con las persianas bajadas; intentaba que la oscuridad y la luz artificial la aislaran del mundo exterior. Fue hasta su habitación, en plena oscuridad, y se sentó en la cama.

- Es un día extraño, sólo es eso -pensó para sí misma-

Intentaba olvidar que su habitación no le ofrecía la seguridad que tanto ansiaba, ya no lo veía todo tan claro en la oscuridad. Saltó de la cama y subió ferozmente la persiana, como intentando abastecer de oxígeno la habitación, como intentando arrancar de raíz la ansiedad. La luz cubrió toda la habitación. Vio la calle, la lluvia, los coches, las personas, el asfalto… y, a lo lejos, divisó las montañas por donde Víctor solía ir a correr. Empezó a sentir que había algo claro en la claridad, pero un zumbido repentino le amputó el bienestar de los tenues rayos de luz; pensó en su hermano, en la falta de aire, las fotos, en Alaska, en los Pirineos, en aquellos montes lejanos, en la lluvia, en la enfermera, en las pastillas, en las escaleras, en África…

Otro zumbido le asestó un mazazo en la impenetrabilidad de su miedo; sintió que se estaba engañando a sí misma. Bajó ferozmente la persiana, oscureciendo repentinamente todo el piso, y corrió hacia la televisión, la radio, la mini-cadena… lo encendió todo y lo puso a todo volumen. Corrió hacia su cama y se puso a gritar, sólo quería oír, no quería escuchar; no quería escucharse.

 

Su compañero escuchó todo el ruido por la escalera, se encontró la puerta del piso abierta. Acostumbrado, cerró la puerta, se dirigió hacia la cocina y preparó algo para cenar; sabía que Amanda ahora sólo quería oír. Cuando acabó de cocinar, fue apagando la tele, la radio, la música… agarró a Amanda en brazos, la sentó en el sofá, se abrazaron y cenaron sin mediar palabra.

Amanda casi no cenó, se limitó a sorber un poco de sopa. Su novio le puso la medicación en la boca y la acostó en la cama.

 

Él salió al balcón, se encendió un cigarro, y miró hacia todo lo que jamás podría visitar mientras besaba a Amanda. Rompió a llorar sabiendo que, con el ruido de la calle, ella no se enteraría.

Y ella, como cada noche, esperaba a que él dejara de llorar para poder dormir abrazada; sintiéndose acompañada en la oscuridad de la noche.

Cuando el llanto mitigó la agonía, entró y la abrazó. Ella se durmió entre los brazos de él; y él, entre el duermevela, pensó que quizás jamás cambiaría nada.

 

En mitad de la noche, un zumbido despertó a Amanda del profundo sueño en el que se encontraba, pero todo volvió a la normalidad tras un vaso de leche caliente.

 

- ¿Amanda? -Víctor la despertó suavemente, casi acariciándole con la voz-

- ¡Víctor! ¿Qué haces de pie? ¡Has vuelto a caminar! ¿Cómo lo has hecho?

- Los dos sabíamos que esto no podía seguir así, pero todo va a cambiar.

- Pero… ¿qué te han hecho? ¡Puedes caminar!

- Lo sé, todo tiene su explicación. Déjalo a él durmiendo, está cansado. Sígueme.

Amanda se levantó de la cama y observó el profundo sueño en el que su novio se encontraba. Miró a su alrededor y todo parecía extraño, demasiado acogedor. Se aseguró de que las persianas seguían bajadas. Algunos objetos perdían nitidez, la habitación estaba cubierta de una cálida luz y las distancias eran cambiantes.

- Estas pastillas me están volviendo loca -pensó Amanda-

 

Siguió a su hermano y salieron a la calle, un sol radiante iluminó la cara de Víctor; Amanda se colgó de su cuello en un tierno abrazo. No había nadie en la calle.

- Te quiero mucho Víctor, ¡esto es increíble!

- Amanda, tenemos poco tiempo, limítate a seguirme y a escucharme. Hoy tienes mucho que aprender -lo intentó decir con el mayor cariño posible, pero su voz escondía una profunda melancolía-

Ella observó como la figura de su hermano perdía claridad y consistencia, miró cómo sus manos, que acariciaban el pelo de él, se confundían y atravesaban el rostro de Víctor.

- No me encuentro muy bien Víctor…

- Quiero enseñarte algo muy importante, debemos darnos prisa. Si te desmayas, no podría sujetarte. Aún estoy débil. Limítate a escucharme y a seguirme, no te cuestiones nada. Cuando volvamos a casa ya tendremos tiempo para explicaciones y abrazos.

- De acuerdo -dijo Amanda, sin darse cuenta de que ya no estaban delante del portal, sino en los montes por dónde solía correr su hermano. Por primera vez, sintió como el exterior le proporcionaba la misma seguridad que la oscuridad de su piso.

 

Pasearon un buen rato por senderos que subían hacia la parte más alta del monte. Víctor estaba eufórico, le explicaba la importancia de la relación con el mundo exterior y las maneras de interactuar con dicho mundo. Le impartía apresuradas lecciones de nutrición, de supervivencia; y todo ello mientras iba de aquí para allá, mostrándole a su hermana cómo aprovechar lo que la naturaleza les brindaba.

Ella observaba atónita la riqueza y belleza que habían sido ocultadas tras su persiana. Al mismo tiempo, Amanda intentaba obviar lo extraño de aquella situación: los colores se entremezclaban y, a veces, la percepción del mundo iba más allá de su mirada, viéndose a sí misma corriendo junto a su hermano.

Pero decidió no tener miedo y atribuir todas aquellas rarezas a la maldita medicación, por primera vez se preocupó más por sentirse libre que por un posible ataque de ansiedad.

 

De repente, un zumbido fulminó la claridad del momento y ambos hermanos se miraron, sabían que el viaje era inminente. Fue ese retumbar el que les llevó hasta África; allí cruzaron el continente de norte a sur, a bordo de una antigua avioneta.

Víctor, como si tuviera demasiada prisa, explicaba a Amanda todo lo que había aprendido a lo largo de sus viajes. Ella aprendió a volar, a leer el terreno desde el aire, a ir al baño sin dejar de pilotar. No se acordaba del miedo, y ya se había acostumbrado a los raros efectos de su medicación. En África descubrió la belleza escondida en lo árido, aprendió el verdadero sentido de la palabra “humano” y “mundo”; e incluso tuvo largas charlas sobre las causas que han llevado a África a ser el continente que es.

 

Amanda divisó a lo lejos una maltrecha pista de aterrizaje en las afueras de Igoli, en Sudáfrica. Estaba nerviosa, pero pensó que lo lograría. La pista se desvanecía entre el cielo y, sus manos parecían no tener fuerza para sujetar el mando; cuando la ruidosa hélice estuvo a punto de cortar la arena rojiza de la pista, tiró fuertemente de los mandos, apretándolos contra su pecho. La rueda trasera levantó una violenta nube de polvo escarlata, y la avioneta dejó para siempre los tórridos aires de África para posarse sobre la caliente pista.

Cuando bajaron de la avioneta sus cuerpos se fundieron sus cuerpos entre tiernos abrazos y calientes rayos de sol, Amanda lo había conseguido; Amanda seguía a Víctor.

 

De nuevo, un repentino zumbido les atravesó la cabeza de lado a lado. Sabían que debían continuar. Cada zumbido marcaba el rumbo del viaje. Fueron hasta Argentina, donde Amanda aprendió a leer el tiempo en sus nubes y a acostumbrar la vista a la inmensidad de las llanuras. Cuando iban a caballo por la pampa, un nuevo zumbido les llevó hasta el Tíbet, allí Amanda fusionó Oriente y Occidente: subió las más altas cumbres con la ayuda de Occidente; y entendió el significado de aquellas ascensiones, del esfuerzo y del viaje con la ayuda de Oriente.

En Lhasa, un fuerte zumbido les proyectó hacia el Gobi; allí Víctor enseñó a Amanda la importancia de la paciencia y el aprovechamiento de los recursos aparentemente inexistentes.

A punto de llegar a la cumbre de una duna, un esperado zumbido les llevó hacia Norteamérica; Amanda aprendió a encontrarse sola entre la multitud y a sentirse acompañada en el desierto, mientras se dirigía a toda velocidad hacia San Francisco. Antes de llegar a ver las colinas californianas, un zumbido atravesó sus cabezas, azotadas por el viento, y se dirigieron hacia el norte.

En Alaska, Amanda recordó todas aquellas tardes leyendo a Jack London detrás de las persianas de su habitación; se dio cuenta de que la práctica era tan importante como la teoría. Junto al mar de Bering, mecidos por la brisa marina, un zumbido familiar les llevó hacia un paisaje entrañable, Amanda sabía que se trataba de los Pirineos. Creía recordar haberlo visto en alguna de las fotos de su hermano, posiblemente en algún álbum de sus rutas por Ordesa.

Se encontraban en un angosto valle iluminado por un cálido atardecer. Un río cortaba las montañas, creando meandros preciosos que limitaban con verdes prados. Al fondo un viejo puente permitía conectar un extremo del valle con el otro. El agua era cristalina y el verde del prado se amalgamaba a la larga lista de colores que componían las montañas; desde el grisáceo rocoso de las cimas, pasando por el reflejo rojizo del sol tardío en los pinos y hayedos, hasta la apabullante frescura verdosa de las faldas de la montaña. Un verdor que se hacía más patente en el prado que pisaban los dos hermanos. Las escarpadas montañas se elevaban en los límites del prado, siendo casi inaccesibles por vía directa. Por las montañas bajaban fieros torrentes de agua que alimentaban el cauce del río, una ferocidad que contrastaba con la tranquilidad del prado. Para subir a las montañas se tenía que bordear el valle y seguir el sendero que conducía a las crestas de los picos.

Amanda y Víctor cruzaron el valle hasta llegar al puente que cruzaba el cauce por su parte más honda, desde allí subieron hacia la cresta de una montaña situada a su derecha. Llegaron a un peñasco desde el que se divisaba toda la majestuosidad de aquel valle, parecía que el valle se había puesto de gala para alimentar la sed de belleza de los dos hermanos.

Víctor se paró al borde del peñasco, miró a Amanda y sonrió.

- Sabía que podrías lograrlo enana

- Ha sido precioso -dijo Amanda entre sollozos-

Se abrazaron y, mientras juntaban sus cuerpos, las montañas los acogieron, el aire les acarició, el prado y los hayedos les reflejaban la luz del sol, haciendo entrar en calor sus cuerpos. Supieron que aquél valle estaba hecho para ellos, estaba hecho para aquel momento. Se separaron y Víctor miró al valle, supo que no podía esperar más. Dirigió una mirada a Amanda, un zumbido le recorrió todo el cuerpo sabiendo que no había que dejar paso a la melancolía, sino a la profunda alegría.

- Lo has hecho muy bien. Ahora es tu turno -dijo Víctor mientras sonreía a Amanda-

Él caminó hacia el peñasco y Amanda se quedó apartada, mientras sentía una sensación entre la agonía, la alegría, el arrepentimiento, la confusión y la incomprensión. Cuando llegó al borde del peñasco, se entregó al valle que lo había visto crecer, desapareció con una enorme sonrisa en los labios. Lo último que vio fueron los ojos de su hermana.

 

Amanda se despertó empapada de sudor. La habitación tenía una tímida luz que llegaba de la cocina, las persianas seguían bajadas y sus ojos lo veían todo con total nitidez. Su novio dormía profundamente a su lado y en la mesita había un vaso de leche aún caliente.

Saltó de la cama y corrió, descalza, empapada y en pijama, hacia el hospital. Salió a la calle y la noche la acogió. Corría y la lluvia le acompañaba, los pies desplazaban el agua de los charcos y nada parecía palidecer. No gritaba, no tenía miedo, el aire le llenaba los pulmones y le calentaba el pecho. Corrió en medio del bullicio, entre los coches, sabiendo que todo había cambiado.

Llegó al hospital y subió las once plantas que le separaban de su hermano. Cruzó el pasillo, y la luz fluorescente no parecía aturdirla. Llegó a la habitación de Víctor. Ya no parecía blanquecina ni aletargada, estaba llena de vida. El silencio no era mecánico, no estaba entrecortado por el tozudo repicar del monitor. El único latir con el que jugaba el tiempo, era el del corazón de Amanda.

Miró el frío cuerpo de su hermano, le cerró los ya inservibles ojos y se dio cuenta de que guardaba algo celosamente en el puño; como si fuera parte de él mismo, como si no quisiera desprenderse de ello. Amanda abrió el puño y se encontró con una foto arrugada. Vio el verde prado, el río cristalino, las imponentes montañas, los hayedos con la luz tardía del sol, las fieras cascadas, las cumbres grisáceas; vio el sendero, el puente y el peñasco. Amanda devolvió la foto a Víctor, le cerró el puño, devolviéndole así lo que formaba parte de Víctor. Y, al fin y al cabo, devolviéndole al valle lo que era suyo. Amanda miró a Víctor, no tuvo miedo. Supo que era su turno.