lunes, 25 de mayo de 2009

Esto no es una crítica vitivinícola



Esto no es una crítica vinícola. Es una pulsión entre Eros y Tánatos. Un devenir entre el amor,  indisociable de la muerte, y la vida. Una vida que, eminentemente,  es indisociable de la propia muerte y del mismo eros hacia la vida misma.

El dolor se proclama como un amante alocado de la muerte, pero un fiel cónyuge de la vida. ¿Y qué es la vida sino muerte? La vida es una muerte paulatina, pero a su vez, la muerte es la mejor razón para la vida.

Las doctrinas epicúreas, grandes acalladoras del dolor, cometieron un grave error. El dolor debe ser sentido. Vivir es sentir, es olfatear, es mirar, es correr, es llorar, es sudar, es crecer, es morir, es dormir, es enfermar, es sanar… y ese sentir no excluye, por definición, el dolor.

El dolor es inseparable del placer de la misma manera que la vida es inseparable de la muerte, o de la misma manera que la mano del campesino es indiscernible de la uva que recoge con mimo. Se funden una con la otra en una simbiosis agradecida.

Lejos de querer unirme a una especie de masoquismo barato,  lejos de querer sentir el dolor por el dolor; quiero acercarme a un sentir por el mismo sentir. Cuando siento, vivo. Pero, para sentir, debo buscar el contraste y en ese contraste es donde hallo ese sentir.

Me abrazo a un dolor para sentir que estoy vivo. Ese sentir me dice que aun respiro. Ese llorar me dice que aun puedo emocionarme, que aun puedo seguir sintiendo.

El ser humano tiene tendencia, como casi todas las especies, a perpetuarse en el tiempo. Por ello evita el dolor, pues el dolor tiene que ver con el mal funcionamiento de algo, el dolor nos conduce al temido fin.

 

Esa concepción de la vida como mera supervivencia conlleva un grave error. La muerte es el no-sentir, es la exterminación de los sentidos. La muerte encierra la imposibilidad de sentir, la experiencia queda renegada a la vivencia. Vivir es sentir y el morir humano es un morir de la experiencia.

Pensar en la muerte crea sentimientos como el dolor, el disgusto, el frío, el desagrado. Pero ese mismo pensar es posterior a la experiencia, a la experiencia de la muerte. Y esto es, la vida.

Vivir, en cambio, es tener sentimientos como el placer, el gusto, el calor o el agrado; pero vivir también conlleva tener sentimientos de dolor, disgusto, frío y desagrado. La vida es indiscernible de la experiencia humana, el vivir en sí mismo es un sentir.

 

Cabría aquí la posibilidad de pensar vida y muerte como algo totalmente contrapuesto. No sería una relación ingenua, pues es la atribución de buena parte de la tradición filosófica. Para el que escribe, muerte y vida son un todo que no pueden ser pensados por separado. La muerte alimenta al impulso vital, y ese mismo impulso vital culmina en la muerte. La descomposición de la vida orgánica es la composición de multitud de experiencias vividas que conforman mi identidad. No puedo pensar en la muerte si muero, pensar en la muerte equivale a estar vivo. Y tener consciencia de que la muerte es, hace que mi vida se haga más consciente de su efímera realidad. Lo que subyace aquí es un afán por aprovechar esa causalidad que hace que yo pueda estar escribiendo esto, debo aprovechar mi consciencia de la muerte para tener una vida bien vivida. Lo importante es la consideración de los antiguos pobladores de Grecia: una buena vida es aquella vida que volvería a ser vivida en su totalidad.

En este sentido, vida y muerte se dan la mano. Y la muerte se me presenta como la gran aliada, como el espejo detrás de un jugador en una mesa de póquer. La muerte permite saber el final, y ello conlleva a que mi decisión por la finalidad alcance una trascendencia mucho mayor.

 

Esto no es una crítica vinícola. Es un impulso por plasmar lo aprendido durante cuatro largos años. Es un impulso que me conduce a plasmar el discurso de la muerte como afirmación de la vida en algo que se me ha ido revelando durante esos cuatro años: el mundo del vino.

 

El vino es el mejor ejemplo de mi discurso. Es el mejor reflejo del abrazo entre vida y muerte. Es una bebida que, como todo lo orgánico, nace y perece. Y en ese proceso de nacimiento y muerte, el vino cobra diferentes expresiones. El vino aprehende de su alrededor: siente el frío de la mañana, y el atardecer de octubre, siente las manos del que lo mima y siente la presión que extrae su esencia. El vino siente su eclosión y siente su letargo en la barrica, el vino se expresa en la botella. E irremediablemente, el vino alcanza su máxima expresión en el golpe contra la copa. Un giro rotatorio a esta, y el vino te mostrará, junto con la transparencia de la copa, lo aprehendido durante su vida. Una grata charla, un momento de espera y el vino recobrará de nuevo su vigor antes de perecer.

El vino sabe que su destino es eclosionar en una multitud de aromas en la ávida nariz de algún comensal. Por ello, conocedor de su fin, busca su finalidad a lo largo de su vida: por ello espera a que la uva este madura, extrae su esencia y espera en la barrica.

 

El vino es el fiel reflejo de lo humano. Para vivir necesita la oxigenación, para demostrar su potencia olfativa necesita de un giro rotatorio en copa que le haga emerger en miles de aromas y expresiones. El hombre también necesita de esa oxigenación para expresarse y para sentir. Por otra parte, la oxigenación acaba oxidando al vino cuando se lo deja demasiado tiempo en copa. El caldo perece en ella con un atisbo último de vitalidad: se explaya aromáticamente a través de la oxigenación, da todo su sentir al último atisbo de aire. Inhala, para morir oxidado en una emersión de los aromas que han constituido su identidad como tal.

El hombre también perece con la oxigenación, el hombre se oxida con cada bocanada de aire. Si da cuenta de que su existencia no es más que un efímero baile entre la vida y la muerte, entre Eros y Tánatos, cada bocanada de aire será una inhalación de conciencia que dará cuenta de nuestra gran ventaja: sabernos conocedores de nuestro final. Y esa conciencia de la futura inconsciencia es lo que hace que mi vida tenga algún atisbo de ser digna de volver a ser vivida.

 

Esta línea de reflexión me lleva a hablar, continuando con el ejemplo del vino como fiel reflejo de esta univocidad entre vida y muerte, de una Denominación de Origen Calificada: la “DOQ Priorat”. Y más concretamente de una bodega en especial, el “Celler Genium”[1], en el que encontramos el vino “Genium Celler 2004” del que damos cuenta en este escrito, un tinto de crianza. Sobra decir que la añada 2004 de esta bodega fue calificada como “excelente” por la misma “DOQ Priorat”.

El lector de este escrito se preguntará el motivo de que incluya a este vino en mi reflexión. Según el criterio del que escribe, el “Priorat” es un claro ejemplo de la univocidad entre Eros y Tánatos, entre vida y muerte; en esta Denominación de Origen Calificada se dan unos paisajes agrestes en los que el viñedo lucha por mantenerse en pie. El vino pelea su vida desde la misma vid. El dolor como compañero indisociable de la vida se expresa en este vino, desde el mismo suelo irregular hasta el tremendo esfuerzo de la vendimia.

El Priorat es una zona de origen volcánico, su base está compuesta por pizarra rojiza y negra combinada con granitos en descomposición. Este sustrato caracteriza la acidez típica de los vinos del Priorat.

A su clima continental se le añaden unos cambios de temperatura bruscos entre día y noche, y unos vientos fríos del norte y cálidos del este. La combinación de su orografía y este particular clima, confieren a la comarca una dureza que se transmite en sus vinos y en la resistencia de sus viñedos.

Estos viñedos se encuentran a una altitud media de 400 metros, situados en colinas y laderas imposibles de cultivar para todo agricultor que no se preste al duro trabajo del cultivo en orografías tan extremas.

 

Desde su mismo nacer en la vid, el vino sabe que el esfuerzo y el dolor en su formación son causa del placer expresado en multitud de aromas una vez vertido en la copa.  A las faldas del Montsant nace y crece un vino de carácter fuerte, un vino eminentemente paisajístico: en él se reflejan las laderas irregulares de sus viñedos, así como el frío del invierno y la brisa veraniega.

 

Este es un caldo que, como su comarca, no se sonroja ante lo ecléctico. En el Priorat se funden los grandes acantilados y peñascos, así como el pequeño bosque y las tenues colinas. En sus vinos, este afán por lo equívoco, se muestra en la combinación de diferentes uvas para la elaboración del mosto.

Para la elaboración del vino que se presenta se utilizaron cuatro variedades de uva: syrah (5%), merlot (15%), cariñena (20%) y garnacha (60%).  

Esta combinación de tipos de baya, unido a la tierra ácida del Priorat, confieren a este vino una alta graduación alcohólica y un cuerpo intenso con un bouquet duradero y una marcada acidez en boca. Un vino desaconsejable para las narices y paladares que detestan los sabores de carácter fuerte. En la composición de este caldo, se han utilizado principalmente uvas garnachas. Estamos frente a una uva resistente al frío y al cambio de temperatura, una uva que da alta productividad de mosto incluso en las condiciones más desfavorables. Es un tipo de baya que se expresa en vinos de poco color y de elevada graduación alcohólica. Es el fruto de la vid preferido por esta tierra, una tierra de difícil maduración de la baya en el viñedo; debido principalmente al cambio de temperaturas entre estaciones y la agreste configuración de la orografía. Punto importante para la vendimia, que debe ser llevada a cabo manualmente ya que la maquinaria no puede trabajar en terrenos tan irregulares. El acto manual de la vendimia le confiere al vino del Priorat una relación sensual entre el hombre y la vid: el hombre siente crecer a la baya y experimenta a través de su palma la maduración de la misma. Se da una estrecha relación entre la vida del vino y la vida del hombre, una relación forjada en la experiencia. Una relación madurada con la sensibilidad. Es gracias a dicha sensibilidad como el hombre toma la decisión de vendimiar, cuando su tacto, su vista, su olfato y su oído dan cuenta de la maduración de la uva.

Es una relación eminentemente sensorial: táctil por la caricia de la uva, vistosa por el color negro azulado de las uvas, olfativa por el aroma maduro de la parra y sonora por el rebufo del viento a finales de Setiembre.

 

Otra variedad importante en este caldo es la uva cariñena. Una planta muy productiva, hecho que se agradece en comarcas como esta. Es de brotación tardía, lo que le hace ser una vid muy querida de las tierras cercanas al Montsant  debido a que evita las heladas del invierno, brotando en primavera. Esta es una uva con gran concentración de taninos, que se expresan en el vino mediante una elevada asperidad en boca. Unos taninos que le aportan una gran capacidad para envejecer, sobre todo si es combinado con uva garnacha, y una alta acidez en el paso final en boca.

La siguiente uva con más presencia en este vino es la uva merlot. Esta uva deviene en un vino que tiene la propiedad de envejecer rápidamente sin perder calidad, aportando en su fermentación una finura y una suavidad que contrastan con la asperidad de la cariñena.

La uva con menos presencia en este vino es la uva syrah. Una uva que produce un vino amable, de aroma profundo a frutas silvestres. De color intenso y refinado, tiene un marcado cuerpo ácido en boca.

 

Con esta combinación de uvas, el mosto de este “Genium Celler” se decanta claramente hacia la elaboración de un vino viejo. Un vino que recoge la fuerza de la garnacha y su opacidad cromática; que da cuenta de la asperidad y acidez de la cariñena; que da un suave guiño a la finura de la merlot y que recoge en boca la amabilidad exótica de la syrah. La combinación de garnacha y merlot le confieren esa capacidad para envejecer en barrica de roble. Un envejecimiento que puede ser confundido con la potencia alcohólica de este vino.

La potencia alcohólica se refleja en el potente cuerpo que muestra en nariz y que nos denotan sus densas lágrimas posteriores al grácil giro de nuestra copa. Su vejez, en cambio, se nos presenta bajo un bouquet duradero que deja aromas ácidos en boca. Una vejez marcada por la asperidad del tanino que nos hace recordar, bajo su tacto en boca a madera, su maduración en barrica.

Es un vino duro y con un cuerpo viejo, pero que tiene un punto de vitalidad marcado por el aroma oriental de la syrah; su presencia nos evoca esas frutas silvestres en nariz y en boca entrevemos las frambuesas maduras.

Su color, desteñido por tratarse de un viejo, es rubí intenso con un toque a fruta roja. La syrah y la garnacha tiene que decir mucho en el color final de este caldo: la syrah aporta el color joven de la fruta y la garnacha ese color opaco de la baya resistente. Los dos colores, envejecidos, crean una rojiza luz tenue si contrastamos la copa contra un fondo blanco.

 

Este vino[2], como decíamos, es el fiel reflejo de ese devenir entre Eros y Tánatos. El vino se nos presenta viejo, envejecido demasiado quizá, pero nos aporta esa vitalidad que todo anciano desearía. Es un vino que experimenta y siente hasta en los últimos compases de su existencia, es un vino que deviene mientras lo bebo. A cada sorbo, la potencia corporal desaparece y se nos presentan la vitalidad de las frutas rojas. Es su última oxigenación antes de morir. Su último aliento es un intento de evocar el amor por la vida, teniendo conciencia de su claro final.

Este vino, después de un par de horas en copa, muere definitivamente. Pero en su último caminar, en sus últimos giros que lo oxigenan, nos muestra ese cambio, ese sabor dulzón antes de morir en nuestras manos. Un vino viejo que sabe morir, sabe dirigirnos sus últimas palabras en su lecho de muerte: la copa en nuestra mano. Una vida entera de esfuerzo y dolor, para terminar con el placer de morir en una eclosión de aromas logrados a través de los años.

Cada botella de vino muere de forma diferente. Nacen y crecen de forma similar, pero cada botella deviene en sus momentos finales de forma diferente. No es lo mismo abrir una botella de “Genium Celler” con un entrecot, que en una mesa de ordenador. Nuestra forma de conversar con él, de sentirlo, le da un significado que ninguna botella podrá volver a tener. Abrirlo en la soledad de la noche no es lo mismo que abrirlo en compañía de la persona a quien amas. No es lo mismo distinguir la asperidad de los taninos en un ataque de melancolía, que sentir esa misma asperidad con una sonrisa en los labios. En este sentido, cada botella de vino es una obra aurática en sí misma. Cada botella es irrepetible. Mi forma de interactuar con ella, mi forma de sentirla, difiere enormemente dependiendo de mi estado de ánimo, de mi compañía o del lugar donde la abro.

 

Y es que, la vida es muerte. Y la muerte es el mejor sentido de la vida. Yo quiero vivir como esa buena copa de vino, sufriendo a veces; pero sabiendo que ese dolor es condición de posibilidad de la vida misma. Sabiendo que envejeceré y quizás mis últimos compases sean los más felices. Y que en esos últimos momentos, dándome un giro rotatorio a mi misma copa, me oxigene y vuelva la cabeza hacia atrás mientras exhalo: ¡volvería a vivirte! Yo quiero ser como ese buen vino, que nunca deja de cambiar; y que en el cambio, en la experiencia, aprehende la esencia de la vida. Yo quiero ser como esa copa de vino que se despide con un golpe aromático, penetrando en las entrañas de los que beben de mí.

 

Esto no es una crítica vinícola; es el impulso que me obliga a trascender, las ganas de ser bebido y las ganas de beber.


[1] Ubicado en la localidad de Poboleda

[2] La D.O. Montsant, en el centro del Priorat es una opción económica si queremos probar un vino del carácter comentado. La diferencia básica entre una Denominación y la otra (aparte de la “calificación”) es el tipo de vid; la vid del Priorat es de edad avanzada, lo que confiere a la comarca esa especialización por el vino viejo en su forma tinta. El Montsant tiene viñedos más jóvenes pero su ubicación casi en el mismo centro del Priorat, la están convirtiendo en una D.O. a tener en cuenta.

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