Supongo que el brillo que abraza a nuestros ojos cuando un clásico nos sorprende no es un hecho baladí. Es allí, en aquellas líneas que volvemos a releer, donde se plasma con arquitectónicas concatenaciones de vocablos aquello que ansiábamos transmitir y que, a pesar de nuestro esfuerzo, sólo lográbamos proferir con algún sonido gutural ante aquél doloroso e inefable: "¿Qué te pasa?"
Es posible que ya esté todo dicho, es posible que sólo se trate de saber dónde y cómo se ha dicho. Cuando por fortuna o recomendación, nuestras yemas logran despertar de su polvoriento letargo aquella página, como si de una marioneta se tratase, la disecada tinta vuelve a la vida. Marioneta? Sin duda. Pero, ¿quién mueve los hilos? ¿El autor o el lector? Alego mi derecho dominical a dejar las preguntas retóricas en su misma esencia: con una camaleónica respuesta que es pregunta, con una carnavalesca respuesta que se cree pregunta.
La letra adormecida entre los mantos de papel de aquello a lo que llaman libro depende, como las inertes marionetas, de los dedos interesados y volátiles del hombre que las devuelve a la vida. Y con estas dos líneas acabo de verter mi aliento hacia el lecho rocoso, cosas de humanos.
Esta taciturnidad de domingo quizá me ha llevado demasiado lejos: la gracia del funambulista es hacer equilibrios entre la vida y la muerte, las preguntas y las respuestas, la contención y el desbordamiento... una sola decisión entre ambas, una sola preferencia, y el funambulista cae irremediablemente hacia el vacío que, inexplicablemente, acaba en un valle lleno de roca y arena.
Los caracteres tipográficos esperan ávidamente su desvelo, aquella mano que les permita volver a respirar. El autor encerró cada letra en una extensión de una homogénea y artificial rugosidad, las palabras fueron privadas del aliento y de su hogar: la humedad propia de los confines más septentrionales del ser humano.
El goce de lograr encontrar mejores preguntas -las respuestas son propias de la dogmática algo que difícilmente casa con la supuesta ambigüedad de la literatura- está construido encima del sufrimiento de la letra. Aquí no hay lugar para los eufemismos: la vida es una jodida crueldad. El autor encierra su creatividad, hija primogénita de la libertad, entre el yermo espacio que separa a cada página, manchada con el arma homicida: la tinta. La íntima y ocultada propiedad de la vida, el padecimiento, queda reflejada en ese encarcelamiento de lo oral en las jaulas de lo escrito. Y, gracias a este acto de vileza tipográfica, el hombre puede disfrutar, en calmada lectura dominical de aquello que en otro tiempo discurría inevitablemente entre el contacto entre humanos. Palabra escrita, diálogo textual... un compendio de contradicciones, un oxímoron, sin más. De la charla animada del ágora a la hiriente soledad en una oscura buhardilla de una ciudad de cemento, sosteniendo un libro que pretende trocar la voz solemne del autor por una extraña voz que resuena en las cavernas de mi cráneo.
Lamentablemente, no puedo tomar un buen vaso de vino con Heródoto, ni con London, ni Hesse, ni Thoreau, ni con Kerouac... no puedo charlar alocadamente con esos grandes viajeros, ni puedo invitarlos a una copa de buena ginebra, hasta vaciar la billetera de papel, hasta caer redondos en el suelo... y reír y llorar abrazados entre helados lamparones de alcohol. No puedo. He aquí el verdugo que se esconde tras cada escritor, un verdugo que no es más que un pequeño suicida: mata la letra, matándose a sí mismo, para poder dialogar con un porvenir que ansía hacer eterno, para poder plasmar lo que ha vivido, recorrido y sentido. Sobretodo, sentido.
Debemos dar las gracias por tremenda salvajada, más allá de que el diálogo a través del texto sea una colosal contradicción, el exterminio de lo oral posibilita un contacto cuasi cósmico: entre vivos y muertos. Y así se completa y se respeta el ciclo de la existencia: vida sobre muerte, diálogo entre moribundos; un placer en el dolor que no es masoquismo, sino un lúcido y consecuente realismo.
Jugueteando con el sempiterno girar del reloj, mis ojos hoy han pasado entre letra muerta, y he podido sentir como la tinta me abrazaba con un cariñoso júbilo en su despertar. Un tierno enlace que preparaba las más amargas vueltas en ese reloj que, como era de esperar , coincidían con el ocaso.
El curioso viajero de Halicarnaso ha logrado abrir en canal lo que ya sabía de antemano para mostrarme mis fétidas vísceras bajo una nueva luz: que somos lo que hacemos; en otras palabras, que somos lo que hemos hecho. Una aseveración propia de una sociedad regida bajo un tiempo cíclico, donde el futuro no importa tanto como el pasado, donde el pasado conforma el presente y es la materia prima con la que se construye un futuro. Un futuro que ya viene construido de antemano, por un pasado anegado de esforzado sudor.
En efecto, una aseveración bien distinta de aquella en la que se dice que somos lo que proyectamos, una definición más propia de las sociedades con un tiempo marcado por la linealidad de los acontecimientos, donde importa más lo que se encontrará en el siguiente páramo que no lo que se encontró en aquél valle, ya dejado atrás hace tiempo. Algo propio del nomadismo.
A mi estómago y a mi nos parece más apetecible, aunque más dolorosa, la opción de Heródoto que, al fin y al cabo, es la opción del griego clásico. Si somos lo que hemos hecho, si nuestra esencia es inseparable de nuestra vetusta existencia, ¿qué ocurre con la esperanza? ¿Qué podemos esperar del futuro? Traicionando a Heródoto y a sus congéneres voy a prescindir, por antojo dominical, de la figura del destino. Dicho esto, cabe decir que en el futuro no hallaremos nada nuevo que no hayamos sufrido, sudado y engendrado en el pasado. La esperanza de Heródoto es una proyección hacia delante, hacia el futuro, pero con la inestimable carga de las acciones pasadas. Un carácter suficientemente lejano de aquella esperanza del nomadismo judaico que vertebra todo el semitismo y su esperanza mesiánica. De hecho, los judíos se empiezan a interesar por sus hechos pasados cuando entran en contacto con la koiné, con la lengua que vertebra todo el helenismo y con su, tan característico, presente resultativo: soy, por el resultado de mis acciones en el pasado.
Y ahora viene la sangre, cuando el cariñoso abrazo tipográfico se torna en yugo. Absteniéndonos de la figura del destino hemos caído en las garras de la responsabilidad: el destino era la figura que utilizaban los griegos para eludir, con increíble belleza, las martilleantes preguntas que afectan a todo actuar humano. Si la situación presente era ahogante, siempre podían recurrir a la salida del destino y los designios divinos; apartándolos, nos encontramos con que, dicho ahogo, es nuestra responsabilidad, es decir -muy semíticamente-, es culpa nuestra.
Más allá de que esta taciturnidad, esta asfixiante calor, pueda ser culpa mía, se levanta entre la obstrucción de mi garganta una lápida que reza: "Eres lo que has hecho". Es la responsabilidad que golpea mi sien y que me recuerda que cada día es un paso más hacia la construcción de aquello a lo que llaman ser, que cada hora que pasa es una hora menos de existencia, una columna menos en este imponente proyecto arquitectónico con fecha de caducidad y entrega: la vida.
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