domingo, 10 de mayo de 2009

El Zumbido




- ¿Cómo estás? –preguntó Amanda, con voz mortecina, mirando las blancas sábanas que cubrían el inmóvil cuerpo de su hermano-

- Ahora que te has decidido a venir, mucho mejor.

- Ya sabes que...

- Lo sé -cortó Víctor, como sabiendo lo que iba a decir-, no hace falta que te excuses conmigo.

 

La entrada de la enfermera interrumpió el reencuentro, llevaba una bandeja con el suministro de cada tarde para Víctor:

- ¿Más para mis úlceras? –le preguntó Víctor, siempre entre la cortesía y la mofa-

- Y para muchas cosas más, ya sabes -respondió risueña la enfermera-

Dejó la bandeja apoyada en la mesita del paciente, deslizó la sábana hasta descubrir la blanquecina barriga de Víctor y se dispuso a pincharle su dosis. Él mismo se dio cuenta de lo inevitable, observó cómo el rostro de su hermana empalidecía:

- ¿Todo bien?

Amanda no respondió, no se había percatado de las múltiples agujas y sangre que reposaban en la bandeja metálica de la enfermera. Pensó que sólo había entrado para tomar constantes a su hermano. Giró su blanquecina cara hacia la pared y, temblorosa, buscó un bote de pastillas entre su desordenado bolso; poco a poco la blancura y el temido zumbido se iban apoderando de ella. Las paredes eran blancas, las cortinas eran blancas, los muebles eran blancos... hasta las arrugadas sábanas que cubrían el inmóvil cuerpo de su hermano, asaltado por multitud de tubos y cables, eran blancas. Al fin encontró el bote que acabaría temporalmente con aquel horror blanquecino, quitó la tapa y alzó el frasco hacia su boca, tirando violentamente la mitad de las blancas pastillas por el suelo. Tragó gran cantidad de aquellas malditas pastillas blanquecinas, hizo una mueca con la boca como intentando mitigar el amargo sabor que había quedado en su garganta. No sabía cuántas había tomado, pero una cosa tenía clara:

- Esta vez no pienso irme Víctor, dile a tu amiga que me avise cuando acabe.

 

Y se dejó caer lentamente hacia el suelo, arrastrando las manos por la pared. La enfermera la incorporó y la sentó en un sofá despedazado.

- Ya esta Amanda, ya se ha ido. ¿Aún le tienes miedo a los hospitales?

No contestó, estaba sumergida en aquel haraposo sofá.

- ¿Amanda? ¿Estás bien? ¡Amanda!

 

A Víctor le recorrió un escalofrío por el único lugar donde aún sentía, del cuello para arriba. Quizá la enfermera no le habría dado importancia a la feroz ingesta de pastillas, y simplemente la había dejado allí sentada con algún infarto en algún órgano, o con cualquier efecto secundario de aquella condenada medicación. Empezó a gritar a la enfermera, maldiciéndola por no haber atendido como se debía a su hermana. Hasta empezó a maldecirse a sí mismo por estar tan acostumbrado a presenciar los desmayos de su hermana.

 

Amanda levantó levemente la cabeza, molesta por los gritos de su hermano:

- Víctor... cuando aprenderás a calmarte... he hablado con la enfermera antes de entrar en la habitación, le he hecho jurar que no me llevara fuera de la habitación. Hoy pienso quedarme.

- Pensaba que...

- No pienses eso -interrumpió Amanda, sabiendo lo que Víctor imaginaba-

- Gracias por venir, sé que...

- Eres mi hermano Víctor, no puedes moverte. Alguien tiene que venir a ayudarte, digan lo que me digan los psiquiatras y los psicólogos -volvió a interrumpir Amanda-

- ¿Que te dicen?

- Cada vez me dicen menos y me dan más pastillas aún. Más botes con más pastillas blancas.

- Amanda, deberías hacerme caso. Sé que no quieres hablar del tema, pero lo mejor que puedes hacer con tus miedos es afrontarlos. Hoy lo estás haciendo muy bien. Estoy asombrado -Víctor sabía que él mismo estaba asustado, pero se lo escondía a su hermana-, sé lo mucho que te ha costado estar más de un minuto en esta habitación. Es la primera vez que no tendrás que salir de aquí en brazos de enfermeras. ¿Ves cómo podías superarlo?

- Lo sé Víctor, pero todo esto se me hace tan grande… se me come el mundo. Si no fuera por estas pastillas...

- Te equivocas. Yo se que eres capaz de salir a la calle sin ese maldito bote, lo sé. Sé que puedes ir a todos esos sitios que salen en las fotos de casa sin la compañía de ese asqueroso frasco.

- Para ya Víctor, sabes que nunca me ha gustado viajar. No soy como tú, yo me contento con mirar tus fotos. No puedo salir fuera, ya sé cómo es el mundo… me lo han enseñado esas fotografías.

- Amanda, yo se que tu siempre has tenido más ganas que yo de viajar. Yo viajaba para ser tus ojos ante el mundo, viajaba para...

- ¡Víctor! -se interpuso Amanda- ¡Que no me gusta viajar! ¡Me ahoga el mundo, me da miedo la gente, no hay aire en la inmensidad! ¡Necesito mi casa, mi sillón, mis pastillas!

- Y entonces, ¿por qué no dejas ya de mirar tantas fotos? ¿Por qué registras siempre mis fotografías de viaje?

- ¡Pero qué dices! ¡Si desde el accidente nadie entra en tu habitación!

Víctor se quedó helado, pasaron fugazmente sus siete años postrado en una cama por delante de él.

- Siete años Amanda...

- Perdona, me he puesto nerviosa.

- Mira, no intentes engañarte. Tu novio me ha dicho que te pasas las tardes en mi habitación... mirando mis fotos en África, en Argentina, las fotos del Pirineo, las de Alaska, las del Gobi, las del Tíbet, las de la 66 por Norteamérica... todos esos paisajes que yo fotografiaba para ti. Siempre he sabido que te hubiera gustado estar a mi lado en esos viajes. Mis pies han pisado tanto Amanda... ¡y ahora están entumecidos en esta mierda de hospital!

- Basta ya Víctor...

 

Él calló, sabiendo que era inútil convencer a su hermana de ese modo. Un zumbido recorrió su cabeza, el silencio se apoderó de la habitación, y el se mantuvo gracias al latir mecánico del monitor de Víctor. Al compás del silencio, la habitación empalideció, dejándose llevar por el vaivén soporífero de todo cuanto cabía en aquél blanco habitáculo. Un zumbido más fulminó el pensar de él, rompiendo al unísono el aletargado silencio. La habitación olvidó lejanos países, abandonó el recuerdo de grandes viajes, dejó de lado los álbumes de fotos; a su vez se llenó de tierna banalidad, de hermosa contingencia.

- ¿Te has dado cuenta de lo rápido que me crece el pelo? -dijo Víctor, mutilando el tozudo repicar del monitor-

- ¿Cómo? -se sorprendió Amanda, tan asustada por el repentino despertar de la taciturna habitación como por la inútil pregunta de su hermano-

- Nada, déjalo, era por decir algo.

 

Un nuevo halo de silencio se apoderó de los dos hermanos, hipnotizados por el latir amplificado de Víctor en el monitor. Amanda miró el reloj, llevaba seis horas delante de su hermano.

- Debería marcharme Víctor, mañana volveré. Al fin lo he conseguido.

- Lo sé Amanda.

 

Ella acarició el pelo de su hermano, le besó en la frente y se quedó mirándole un buen rato sentada en el borde de la cama. Movió los labios tímidamente, intentando sonreír. No sabía si su boca había podido dibujar aquella sonrisa, se levantó y caminó hacia la puerta. Sus pasos eran inseguros y sus manos tanteaban el camino, intentando buscar algo a lo que asirse. En la puerta, no pudo girarse a su hermano para intentar sonreírle de nuevo. Amanda sabía que, si se giraba, podría caer al suelo; Víctor la vio salir, vio como la luz del pasillo cegaba sus medicados ojos, vio como tanteaba el espacio encontrando el antebrazo de la enfermera.

Su hermana desapareció en la fluorescente luz de aquél inexplorado pasillo. Víctor se quedó mirando la puerta, un nuevo zumbido en la sien le recordó su constante latir mecánico; haciéndolo, esta vez, mucho más evidente e insoportable. Supo que algo debía cambiar.

 

El novio de Amanda esperaba en la puerta, sabía que no debía hablar. Únicamente la abrazó y la sentó en el coche. Mientras volvían a casa, a Amanda le asaltó la terrible sensación de que, quizás, se estaba engañando a sí misma; pero, como hacía con muchas otras cosas, dejó esa idea para otro momento.

- Abre la ventana, quiero oír el ruido de la tarde para no escucharme -le pidió Amanda a su novio-

Él bajó las dos ventanas y miró a Amanda, una mirada que se debatía entre el cariño y la compasión. Cuando llegaron al portal, él decidió darle un voto de confianza, quizá la protegía demasiado:

- Ves subiendo Amanda, voy a buscar sitio para aparcar

 

Amanda seguía sin hablar ni moverse, miró a la calle. Sólo le separaban una acera y dos pisos hasta la seguridad de su casa; un lugar lejos de la gente, el bullicio, el peligro…

- Sé que puedes -él no lo tenía tan claro, pero sabía que había llegado el momento en el que Amanda afrontaría sus miedos-

Al fin, Amanda cruzó la acera ante la atenta mirada de su compañero. Empezó a creer que podría lograrlo. Antes de llegar a alcanzar la puerta, decidió girarse para dedicarle una sonrisa a su novio; de repente, se dio cuenta de que estaba en la calle, sola. La distancia entre la hostil inmensidad del mundo y la tranquilidad se su habitación era insalvable. Parecía que el oxígeno se perdía en el vasto universo, y no encontraba nada donde sujetar su, cada vez más pesado, cuerpo. Él quería ayudarle, quería salir corriendo y levantarla; pero debía confiar en ella, Amanda necesitaba saber que podía hacerlo.

Ella sabía que si abría la puerta, tendría medio trabajo hecho. Intentó respirar el poco aire que le quedaba alrededor, giró su tembloroso cuerpo hacia la puerta y logró dar un paso hacia ella.

Una vez dentro todo parecía más fácil, aunque el pasamanos no guardaba la misma nitidez y regularidad que cuando subía acompañada. Las escaleras también le parecieron la obra de algún macabro arquitecto.

 

Todo cambió cuando abrió la puerta del piso. Se encontró, como de costumbre, con las persianas bajadas; intentaba que la oscuridad y la luz artificial la aislaran del mundo exterior. Fue hasta su habitación, en plena oscuridad, y se sentó en la cama.

- Es un día extraño, sólo es eso -pensó para sí misma-

Intentaba olvidar que su habitación no le ofrecía la seguridad que tanto ansiaba, ya no lo veía todo tan claro en la oscuridad. Saltó de la cama y subió ferozmente la persiana, como intentando abastecer de oxígeno la habitación, como intentando arrancar de raíz la ansiedad. La luz cubrió toda la habitación. Vio la calle, la lluvia, los coches, las personas, el asfalto… y, a lo lejos, divisó las montañas por donde Víctor solía ir a correr. Empezó a sentir que había algo claro en la claridad, pero un zumbido repentino le amputó el bienestar de los tenues rayos de luz; pensó en su hermano, en la falta de aire, las fotos, en Alaska, en los Pirineos, en aquellos montes lejanos, en la lluvia, en la enfermera, en las pastillas, en las escaleras, en África…

Otro zumbido le asestó un mazazo en la impenetrabilidad de su miedo; sintió que se estaba engañando a sí misma. Bajó ferozmente la persiana, oscureciendo repentinamente todo el piso, y corrió hacia la televisión, la radio, la mini-cadena… lo encendió todo y lo puso a todo volumen. Corrió hacia su cama y se puso a gritar, sólo quería oír, no quería escuchar; no quería escucharse.

 

Su compañero escuchó todo el ruido por la escalera, se encontró la puerta del piso abierta. Acostumbrado, cerró la puerta, se dirigió hacia la cocina y preparó algo para cenar; sabía que Amanda ahora sólo quería oír. Cuando acabó de cocinar, fue apagando la tele, la radio, la música… agarró a Amanda en brazos, la sentó en el sofá, se abrazaron y cenaron sin mediar palabra.

Amanda casi no cenó, se limitó a sorber un poco de sopa. Su novio le puso la medicación en la boca y la acostó en la cama.

 

Él salió al balcón, se encendió un cigarro, y miró hacia todo lo que jamás podría visitar mientras besaba a Amanda. Rompió a llorar sabiendo que, con el ruido de la calle, ella no se enteraría.

Y ella, como cada noche, esperaba a que él dejara de llorar para poder dormir abrazada; sintiéndose acompañada en la oscuridad de la noche.

Cuando el llanto mitigó la agonía, entró y la abrazó. Ella se durmió entre los brazos de él; y él, entre el duermevela, pensó que quizás jamás cambiaría nada.

 

En mitad de la noche, un zumbido despertó a Amanda del profundo sueño en el que se encontraba, pero todo volvió a la normalidad tras un vaso de leche caliente.

 

- ¿Amanda? -Víctor la despertó suavemente, casi acariciándole con la voz-

- ¡Víctor! ¿Qué haces de pie? ¡Has vuelto a caminar! ¿Cómo lo has hecho?

- Los dos sabíamos que esto no podía seguir así, pero todo va a cambiar.

- Pero… ¿qué te han hecho? ¡Puedes caminar!

- Lo sé, todo tiene su explicación. Déjalo a él durmiendo, está cansado. Sígueme.

Amanda se levantó de la cama y observó el profundo sueño en el que su novio se encontraba. Miró a su alrededor y todo parecía extraño, demasiado acogedor. Se aseguró de que las persianas seguían bajadas. Algunos objetos perdían nitidez, la habitación estaba cubierta de una cálida luz y las distancias eran cambiantes.

- Estas pastillas me están volviendo loca -pensó Amanda-

 

Siguió a su hermano y salieron a la calle, un sol radiante iluminó la cara de Víctor; Amanda se colgó de su cuello en un tierno abrazo. No había nadie en la calle.

- Te quiero mucho Víctor, ¡esto es increíble!

- Amanda, tenemos poco tiempo, limítate a seguirme y a escucharme. Hoy tienes mucho que aprender -lo intentó decir con el mayor cariño posible, pero su voz escondía una profunda melancolía-

Ella observó como la figura de su hermano perdía claridad y consistencia, miró cómo sus manos, que acariciaban el pelo de él, se confundían y atravesaban el rostro de Víctor.

- No me encuentro muy bien Víctor…

- Quiero enseñarte algo muy importante, debemos darnos prisa. Si te desmayas, no podría sujetarte. Aún estoy débil. Limítate a escucharme y a seguirme, no te cuestiones nada. Cuando volvamos a casa ya tendremos tiempo para explicaciones y abrazos.

- De acuerdo -dijo Amanda, sin darse cuenta de que ya no estaban delante del portal, sino en los montes por dónde solía correr su hermano. Por primera vez, sintió como el exterior le proporcionaba la misma seguridad que la oscuridad de su piso.

 

Pasearon un buen rato por senderos que subían hacia la parte más alta del monte. Víctor estaba eufórico, le explicaba la importancia de la relación con el mundo exterior y las maneras de interactuar con dicho mundo. Le impartía apresuradas lecciones de nutrición, de supervivencia; y todo ello mientras iba de aquí para allá, mostrándole a su hermana cómo aprovechar lo que la naturaleza les brindaba.

Ella observaba atónita la riqueza y belleza que habían sido ocultadas tras su persiana. Al mismo tiempo, Amanda intentaba obviar lo extraño de aquella situación: los colores se entremezclaban y, a veces, la percepción del mundo iba más allá de su mirada, viéndose a sí misma corriendo junto a su hermano.

Pero decidió no tener miedo y atribuir todas aquellas rarezas a la maldita medicación, por primera vez se preocupó más por sentirse libre que por un posible ataque de ansiedad.

 

De repente, un zumbido fulminó la claridad del momento y ambos hermanos se miraron, sabían que el viaje era inminente. Fue ese retumbar el que les llevó hasta África; allí cruzaron el continente de norte a sur, a bordo de una antigua avioneta.

Víctor, como si tuviera demasiada prisa, explicaba a Amanda todo lo que había aprendido a lo largo de sus viajes. Ella aprendió a volar, a leer el terreno desde el aire, a ir al baño sin dejar de pilotar. No se acordaba del miedo, y ya se había acostumbrado a los raros efectos de su medicación. En África descubrió la belleza escondida en lo árido, aprendió el verdadero sentido de la palabra “humano” y “mundo”; e incluso tuvo largas charlas sobre las causas que han llevado a África a ser el continente que es.

 

Amanda divisó a lo lejos una maltrecha pista de aterrizaje en las afueras de Igoli, en Sudáfrica. Estaba nerviosa, pero pensó que lo lograría. La pista se desvanecía entre el cielo y, sus manos parecían no tener fuerza para sujetar el mando; cuando la ruidosa hélice estuvo a punto de cortar la arena rojiza de la pista, tiró fuertemente de los mandos, apretándolos contra su pecho. La rueda trasera levantó una violenta nube de polvo escarlata, y la avioneta dejó para siempre los tórridos aires de África para posarse sobre la caliente pista.

Cuando bajaron de la avioneta sus cuerpos se fundieron sus cuerpos entre tiernos abrazos y calientes rayos de sol, Amanda lo había conseguido; Amanda seguía a Víctor.

 

De nuevo, un repentino zumbido les atravesó la cabeza de lado a lado. Sabían que debían continuar. Cada zumbido marcaba el rumbo del viaje. Fueron hasta Argentina, donde Amanda aprendió a leer el tiempo en sus nubes y a acostumbrar la vista a la inmensidad de las llanuras. Cuando iban a caballo por la pampa, un nuevo zumbido les llevó hasta el Tíbet, allí Amanda fusionó Oriente y Occidente: subió las más altas cumbres con la ayuda de Occidente; y entendió el significado de aquellas ascensiones, del esfuerzo y del viaje con la ayuda de Oriente.

En Lhasa, un fuerte zumbido les proyectó hacia el Gobi; allí Víctor enseñó a Amanda la importancia de la paciencia y el aprovechamiento de los recursos aparentemente inexistentes.

A punto de llegar a la cumbre de una duna, un esperado zumbido les llevó hacia Norteamérica; Amanda aprendió a encontrarse sola entre la multitud y a sentirse acompañada en el desierto, mientras se dirigía a toda velocidad hacia San Francisco. Antes de llegar a ver las colinas californianas, un zumbido atravesó sus cabezas, azotadas por el viento, y se dirigieron hacia el norte.

En Alaska, Amanda recordó todas aquellas tardes leyendo a Jack London detrás de las persianas de su habitación; se dio cuenta de que la práctica era tan importante como la teoría. Junto al mar de Bering, mecidos por la brisa marina, un zumbido familiar les llevó hacia un paisaje entrañable, Amanda sabía que se trataba de los Pirineos. Creía recordar haberlo visto en alguna de las fotos de su hermano, posiblemente en algún álbum de sus rutas por Ordesa.

Se encontraban en un angosto valle iluminado por un cálido atardecer. Un río cortaba las montañas, creando meandros preciosos que limitaban con verdes prados. Al fondo un viejo puente permitía conectar un extremo del valle con el otro. El agua era cristalina y el verde del prado se amalgamaba a la larga lista de colores que componían las montañas; desde el grisáceo rocoso de las cimas, pasando por el reflejo rojizo del sol tardío en los pinos y hayedos, hasta la apabullante frescura verdosa de las faldas de la montaña. Un verdor que se hacía más patente en el prado que pisaban los dos hermanos. Las escarpadas montañas se elevaban en los límites del prado, siendo casi inaccesibles por vía directa. Por las montañas bajaban fieros torrentes de agua que alimentaban el cauce del río, una ferocidad que contrastaba con la tranquilidad del prado. Para subir a las montañas se tenía que bordear el valle y seguir el sendero que conducía a las crestas de los picos.

Amanda y Víctor cruzaron el valle hasta llegar al puente que cruzaba el cauce por su parte más honda, desde allí subieron hacia la cresta de una montaña situada a su derecha. Llegaron a un peñasco desde el que se divisaba toda la majestuosidad de aquel valle, parecía que el valle se había puesto de gala para alimentar la sed de belleza de los dos hermanos.

Víctor se paró al borde del peñasco, miró a Amanda y sonrió.

- Sabía que podrías lograrlo enana

- Ha sido precioso -dijo Amanda entre sollozos-

Se abrazaron y, mientras juntaban sus cuerpos, las montañas los acogieron, el aire les acarició, el prado y los hayedos les reflejaban la luz del sol, haciendo entrar en calor sus cuerpos. Supieron que aquél valle estaba hecho para ellos, estaba hecho para aquel momento. Se separaron y Víctor miró al valle, supo que no podía esperar más. Dirigió una mirada a Amanda, un zumbido le recorrió todo el cuerpo sabiendo que no había que dejar paso a la melancolía, sino a la profunda alegría.

- Lo has hecho muy bien. Ahora es tu turno -dijo Víctor mientras sonreía a Amanda-

Él caminó hacia el peñasco y Amanda se quedó apartada, mientras sentía una sensación entre la agonía, la alegría, el arrepentimiento, la confusión y la incomprensión. Cuando llegó al borde del peñasco, se entregó al valle que lo había visto crecer, desapareció con una enorme sonrisa en los labios. Lo último que vio fueron los ojos de su hermana.

 

Amanda se despertó empapada de sudor. La habitación tenía una tímida luz que llegaba de la cocina, las persianas seguían bajadas y sus ojos lo veían todo con total nitidez. Su novio dormía profundamente a su lado y en la mesita había un vaso de leche aún caliente.

Saltó de la cama y corrió, descalza, empapada y en pijama, hacia el hospital. Salió a la calle y la noche la acogió. Corría y la lluvia le acompañaba, los pies desplazaban el agua de los charcos y nada parecía palidecer. No gritaba, no tenía miedo, el aire le llenaba los pulmones y le calentaba el pecho. Corrió en medio del bullicio, entre los coches, sabiendo que todo había cambiado.

Llegó al hospital y subió las once plantas que le separaban de su hermano. Cruzó el pasillo, y la luz fluorescente no parecía aturdirla. Llegó a la habitación de Víctor. Ya no parecía blanquecina ni aletargada, estaba llena de vida. El silencio no era mecánico, no estaba entrecortado por el tozudo repicar del monitor. El único latir con el que jugaba el tiempo, era el del corazón de Amanda.

Miró el frío cuerpo de su hermano, le cerró los ya inservibles ojos y se dio cuenta de que guardaba algo celosamente en el puño; como si fuera parte de él mismo, como si no quisiera desprenderse de ello. Amanda abrió el puño y se encontró con una foto arrugada. Vio el verde prado, el río cristalino, las imponentes montañas, los hayedos con la luz tardía del sol, las fieras cascadas, las cumbres grisáceas; vio el sendero, el puente y el peñasco. Amanda devolvió la foto a Víctor, le cerró el puño, devolviéndole así lo que formaba parte de Víctor. Y, al fin y al cabo, devolviéndole al valle lo que era suyo. Amanda miró a Víctor, no tuvo miedo. Supo que era su turno.

 

1 comentario:

  1. Víctor! M'has emocionat! No sabía que tinguessis un blog... Et seguiré!!!

    Un petó!!!

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