martes, 11 de mayo de 2010

Madre, en serio, lo estoy intentando

Tenía una foto de ella en la primera página de su lista de tareas. Durante años la había guardado en su cartera. El paso del tiempo y el olvido habían dado un toque amarillento al satinado papel. Ella sonreía. La foto debería ser de poco antes o poco después del comienzo de lo que, él no podía verlo de otra manera, era un soberano desastre. Ella aún conservaba su madura belleza en aquél retrato: su tez bronceada y sus mejillas surcadas por aquélla arruga que, cual meridiano, daba fe de la sonrisa tras la que guardaba una vida llena de dolor, sumisión y desprecio. Tenía el mentón demasiado pegado al pecho y sus ojos trataban de luchar contra la timidez, alzando la mirada con un gracioso arqueo de sus cejas. Una mujer, una vida. ¿Inocencia? Uno debía tener el corazón demasiado metálico como para extraer algún ápice de inocencia de aquél arrugado papel. El desprecio, unido a la gran capacidad para soportar el sufrimiento de aquella mujer, la habían lanzado hacia lo que, él insistía, un fatal desatino. Él no podía entenderlo, pero asentía: su agonía era una catarsis, una purga destinada a eliminar todas las dudas que, por aquí y por allá, todo el mundo había puesto en sus capacidades. Seguramente muchos se estarían aprovechando, como durante toda su vida, de aquella heroica purificación. Seguro. Lo había hablado demasiadas veces con ella. No había solución. Era su programa de vida: alcanzar el honor desde el desprecio. Algo que, aunque él pensaba que tenía una buena vida, jamás había logrado construir. Aquella mujer con su deteriorado cuerpecito, guardaba en su sino una fuerza que a él le parecía inalcanzable: el orgullo. Aquél pundonor que, por el sometimiento a juicio con el que hostigaba constantemente sus despertares, se tornaba en inalcanzable; él se veía inmerso en un halo de escepticismo y relativismo, mientras ella se levantaba día tras día con la convicción inquebrantable de su proyecto vital: honor y gloria. Él, que estudiaba a los clásicos, era un desquiciado moderno, cuestionando incansablemente su quehacer, sin lograr alcanzar nada. Ella, que dormía pensando en combinaciones de ingredientes y pasaba el día entre ollas y paellas, encarnaba fielmente la figura del héroe clásico. Ella y su envejecida pose. Cuánto había cambiado ella... su sueño de gloria la había llevado a una vejez prematura, lejana de aquella madura juventud que colmaba la fotografía que él sostenía entre sus manos. Miraba la lista de tareas y todo le parecía vano e inservible: lecturas de autores modernos que charlaban sobre la apariencia, medievalistas que ahogaban sus penas en discusiones sobre los universales... giraba la vista y allí encontraba los libros de London, de orientación, de alpinismo, de Mann, de supervivencia, de Homero, de aventura y de viajes a los confines de las antípodas. ¿Qué hago yo aquí? Se preguntaba. ¿Era su madre más consecuente que él con su proyecto de vida? ¿Qué hacía él estudiando todos aquellos tomos de filosofía cuando soñaba con retozarse entre los frescos picos de las montañas? Observando el raudo cabalgar de las nubes entre los collados, inhalando el aire necesario para dar el siguiente paso y tumbándose en los verdes prados mientras observaba aquellos picos que alcanzaría al amanecer. ¿Qué cojones hacía él allí?

Y, sin embargo, sabía que debía acabar con lo que había empezado. Era la lección que su madre, en las excursiones hacia los altos picos del Pirineo y en su quehacer diario entre su proyecto vital, le había inculcado. En la montaña, lo que uno no acaba, queda irremediablemente brindado a la voluntad de las cordilleras: a sus ríos, a sus vientos, a sus largas noches y a sus inevitables cambios de humor. Exactamente lo mismo sucedía en la vida entre el cemento. Sujetaba la fotografía de su madre con fuerza. Miró el listín de tareas y se imaginó a su madre que, mientras él se decidía diariamente entre la acción y la pasividad, en ese preciso instante ella debería estar sudando entre las idas y venidas en una cocina demasiado pequeña para su fuerza y creatividad. Y él, allí. Parado. Frente al vivo retrato de la convicción, el temple y el trabajo. Sin, duda amigos íntimos del honor y el éxito. Decidió aparcar sus sueños en las cumbres y se puso a acabar de una puta vez lo que había empezado, aquella pesada cadena que le dejaba preso entre el cemento.

5 comentarios:

  1. Creo que es tu mejor relato Víctor. Hace tiempo que no me emociono tanto leyendo algo. Me alegra tanto tener de amigo a alguien que vibra a frecuencias parecidas a la mía... Un abrazo enorme hermoso caballero.

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  2. Molt bo tio, realment m'ha agradat molt! El camí a l'èxit de la filosofia es temple, sudor y trabajo. Ànims q ja et falta pok!

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  3. (Atila 1985) Muchas gracias. Los dos tenemos dos madres con cierto parecido y eso, quiera uno o no, marca bastante. Para mí, ya lo sabes, es un honor tener como amigo a alguien curioso. Bendita curiosidad! A ver si podemos hacer otro café al lado del Arena antes de que me pire. Un abrazaco!!!

    (Indy) Me'n vaig a estudiar!

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  4. Como osa dedicarme sólo una triste linia es usted un impresentable.
    Por otro lado, gracias por romper el hielo de los comentarios de mi blog después de la trágica desaparición de todos ellos.
    Para teminar, le quiero.

    Ale.

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  5. Dear Pahu,

    I would appreciate if you could contact me:
    keinan.nir@gmail.com

    Thank you
    Nir
    (brother of Ido Keinan from your post: "Apatía en el paraíso")

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