miércoles, 2 de diciembre de 2009

¡Adiós vieja amiga!

A Scott le encantaba leer, podía pasar tardes enteras inmerso entre las amarillentas hojas de algún libro de filosofía o releyendo viejos relatos de aventuras que ocurrían en la basta estepa ártica.
Scott no era el típico chico enclenque y enfermizo que pasaba los días de su vida encerrado en una biblioteca, no podía leer si su cuerpo no estaba cansado. Sus piernas, sus brazos, sus pulmones y su corazón necesitaban excitarse y estimularse. Era así como acallaba los tercos impulsos de su
cuerpo, era así como dejaba su mente libre y podía entregarse a la lectura.


No era Scott un chico de urbe, aunque vivía en ella. Cuando pasaba demasiado tiempo entre el cemento, entre los coches, entre la filosofía erudita y la literatura intelectualoide, le invadía un hondo sentimiento de vanidad: se veía a si mismo orgulloso de estar viviendo en esa ciudad, orgulloso del cuerpo que estaba consiguiendo y del coche que conducía, orgulloso de entender los fragmentos de Heráclito, orgulloso de leer a los autores más snobs del momento. Cuando se veía enorgulleciéndose de esas cosas tan vanas, tan vacías, tan exentas de vida... se lanzaba a la lectura de Miller, de los relatos inmersos en la pura naturaleza de London, en la vida salvaje de Bukowski. Por sus venas galopaba el nihilismo y cualquier conversación que fuera más allá del sexo, el fútbol o la posibilidad del suicidio, le aborrecía implacablemente.


Este estado caótico e intelectualmente destructivo causaba heridas sangrantes en el alma de Scott; sabia que la cultura estaba recubierta con el velo de las tres parcas. Sabía que el cemento, los coches, la filosofía, la salud y la literatura estaban cubiertos de una podredumbre cadavérica; las construcciones arquitectónicas no podían superar la magnitud de las cumbres, la velocidad del carromato era artificial y exenta del placer que producía avanzar entre la hierba alta en una mañana fresca de verano, la idea de belleza en aquél pensador de la edad media no tenía nada que ver con la experiencia estética que sentía Scott cuando sentaba su cansado trasero en el remanso de un río y miraba las nubes corretear entre las crestas de los cerros, la descripción literaria de cualquier paisaje era, sin lugar a dudas, de una calidad ridículamente inferior a la directa expectación del mismo paisaje. La cultura lo alejaba de la vida; la cultura cercenaba, despreciaba y empobrecía su experiencia. La cultura prefería la razón, Scott prefería la vida.


Esta agonía era solucionada de forma muy sencilla: escapar unos días a reencontrarse con la inmensidad de la naturaleza. Allí Scott saciaba su ansia de vida; recorría valles, dormía en las laderas, se bañaba en los lagos, ascendía a las hermosas cumbres, observaba a los rebecos, pesaba en los ríos, charlaba con los lugareños y observaba sus labores arraigadas a la tierra. De repente, a Scott le entraban unas ganas tremendas de verter su experiencia sobre el papel, de reflejar sus ideas con su pluma. En ese preciso momento Scott volvía a casa, su vuelta a la vida había concluido.

Este periplo, este ir y venir entre la razón y la vida se daba unas tres veces al año en Scott. Sus amigos y su familia lo habían comprendido; muchos lo consideraban como un febril loco pero, quien realmente lo conocía, sabía que Scott necesitaba de este ir y venir para, precisamente, no acabar con sus carnes en el manicomio.
Muchos pensaban que Scott era una especie de bohemio drogado. Nada más lejos de la realidad. Scott sólo bebía agua, café y zumo de naranja; necesitaba estar en plena forma y en salud para sus escapadas hacia la vida. Era un eterno luchador, solucionaba sus problemas con sus propias manos, con su propia mente, con la única ayuda de las substancias creadas por la digestión de alimentos que no intoxicaban ni su razón ni su capacidad de adaptación y experimentación.

Era Scott ante todo un ser racional, en sus etapas de racionalidad, y un ser experimentador, en sus vueltas a la vida. Sorprendentemente, fue en una etapa de raciocinio en la que ocurrió todo. Scott sabía que muy pronto debería preparar la mochila, empezaba a notar que la filosofía era pura palabrería y sabía que el cemento que pisaba era demasiado regular... necesitaba volver a la vida, dónde los caminos son tortuosos e irregulares y la filosofía sólo surge cuando uno ha encendido un buen fuego y sostiene una trucha ensartada en una rama sobre el rabioso crepitar del útil regalo de Prometeo. Pero esa tarde, la ambición experimentadora de Scott le asaltó demasiado temprano: pidió una ginebra con zumo de naranja. Jamás había probado el alcohol, la razón se lo había impedido, sabía que era perjudicial para sus neuronas y su estado de forma; aún así, decidió experimentar en sus propias carnes el efecto de esa combinación.

Scott notó cómo el ardiente combinado bajaba por su garganta. La combinación le pareció asquerosa e insoportable; aún así, empezó a encontrarse bien. Los problemas filosóficos, los problemas familiares y los dilemas morales se desvanecían a cada trago. Pronto notó la maravillosa sensación de la deshinibición y el desarraigo de los problemas, a cada trago sus preocupaciones desaparecían ante un halo de confusión y excitación.

No hace falta decir que Scott no preparó la mochila. Se quedó en la urbe. Antes había solucionado sus problemas con la reflexión y, cuando estos le atormentaban o le parecían inútiles, marchaba al monte. Ahora solucionaba sus problemas con un trago y, cuando ese trago le parecía inútil, se tomaba otro. Encontró una solución inmediata y poco dolorosa a sus problemas: la ginebra. Pensar exigía esfuerzo y no pensar, vivir en el monte, era cansado y arriesgado; la ginebra era fácil y estaba al alcance de cualquier mano que aún pudiera distinguir entre el vaso y la barra del bar.

Así pasó largo tiempo la vida de Scott: entre la casa de sus padres y el bar. Perdió amigos, dejó la universidad y su estado de salud era... sin eufemismos, asqueroso. Es posible que os estéis preguntando de dónde sacaba Scott el dinero para afrontar tal empresa; imaginaos lo peor y aún os quedaréis cortos.

La vida de Scott habría acabado en ese antro si no llega a ser por un pequeño altercado que se produjo una tarde en el monótono bar. Scott estaba sentado en la esquina del revistero, como siempre, mirando impasiblemente la ginebra fresca en su vaso. En ese momento entró alguien aún más borracho que él y, camino del lavabo, tropezó con el taburete de Scott; los dos cayeron hacia el mugriento suelo, el revistero se vino abajo y el vaso de ginebra se estrelló contra las baldosas. El borracho murmuró algo y el camarero vino a ayudarlos, pero Scott se quedó pasmado en
el suelo. No apartaba la vista de una revista abierta y mojada de ginebra. El camarero pensó que estaba inconsciente y decidió dejarlo allí, no quería problemas con la policía cuando aún quedaba mucho para cerrar el bar. Scott miró fijamente aquella revista, en ella aparecía una foto de las montañas y valles que él frecuentaba en sus constantes vueltas a la vida; por la mente de Scott pasaron sus años de juventud, sus idas y venidas entre la razón y la experiencia... y se sintió muerto. Se miró a si mismo en el reflejo de la barra metálica del bar... no había diferencia entre él y cualquier cadáver del cementerio. Se levantó como pudo, dejó la cartera en la barra con todo el poco dinero que había en ella, y se dirigió tambaleante hacia su casa.

Hizo la mochila aún borracho y recopiló todas las botellas de ginebra que habían en su habitación. Bajó las escaleras apoyando todo su peso en el pasamanos. Salió a la calle y la luz que atravesaba las lluviosas nubes le cegó, con la mente decidida y con el paso torpe llegó a un callejón solitario y frío. Sacó la reserva de ginebra de su mochila y estampó cada botella contra la húmeda y mohosa tapia con un grito de "¡Adiós vieja amiga!". Cada grito tomaba más conciencia del tiempo pasado junto al revistero y a cada grito le seguía un sollozo que buscaba el siguiente casco de ginebra que iba a ser más rabiosamente mutilado que el anterior. Cuando terminó se llevó las manos a su cara y, de entre los dedos, salieron dolorosas lágrimas; quiso otro trago para calmar su angustia, pero sabía que la vida exenta de dolor es una vida moribunda, una vida bañada entre ginebra es una vida amargamente edulcorada, es una vida análoga a la muerte misma. Se puso la mochila a la espalda y sus pies pusieron rumbo hacia el monte, hacia la vida.

1 comentario:

  1. Si jo fos Scott m'hagués emportat la ginebra a la muntanya

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