domingo, 11 de julio de 2010

Un quebrantahuesos violando el espacio aéreo francés















Julio 2010, Quebrantahuesos volando entre el valle de Gavarnie, Francia. Foto tomada desde el Puerto de Bujaruelo, 2270 metros de altitud, España.

Nació entre los riscos que atentamente otea para buscar sustento. Allí creó una familia, y ahora busca cualquier tuétano para poder alimentarlos. La brisa cálida que asciende por las laderas mece sus plumas y lo eleva más allá del valle. Más allá de aquellos peñascos que deja atrás. Desde su privilegiada atalaya puede ver todo un horizonte ante él, todo un mundo lleno de posibilidades y lleno de huesos que romper. Una suerte de cumbres, crestas, simas, cascadas, depresiones e ibones se le presentan delante de su pico. El horizonte se le hace inefable, pese a su imponente capacidad para desplazarse de un valle a otro. Él lo sabe: esa cuenca que recoge la sangre blanca de las escarpadas cumbres, es su lugar. Allí come, da de comer y espeta severas miradas a aquél que intenta inmiscuirse en su lugar destinado a su propia vida. Lugar. Suena bastante mal. Él también lo sabe: lucha por buscar comida, se abre paso entre sus coetáneos (que no congéneres) para poder buscar el lugar donde la vida sea menos dura y ancla raíces con sus afiladas garras al lugar que le proporciona el sustento para seguir siendo. Cuando entreve una sombra alargada en el horizonte lanza sus alas al vacío para intentar detener el avance de aquel ser alado que intenta buscar alimento más allá de su propio lugar destinado a su vida y sustento; quizá porque en el lugar que deja ya no quedan huesos que romper. Definitivamente, lo sabe. Guarda fielmente su lugar de abastecimiento y, una vez hecho suyo, una vez vetado a todos los demás, establece allí su hogar. Es su particular forma de establecer una frontera. Lo sabe. El hombre suele olvidarlo. Al hogar le añade un sustrato cultural inexistente en la forma primigenia del lugar, un aliño forjado más allá de la necesidad. El hombre es el único que puede abstraer, el único que puede prescindir del sustento, del sustrato, condición indispensable para el análisis. Y abstrae. Se olvida del abono que nutre las raíces y que extiende las ramas de aquello a lo que llama cultura. Lanza burdos llantos al cielo clamando hacia un ente arrancado de su realidad, de su res, de aquello material que lo nutría y lo hacía ser tal como era. Y arrancándolo juega con él. Se olvida de que su hogar era, en su esencia, un lugar de alimento y cobijo. Arranca el árbol y crea miles de formas con él. Juega a ser carpintero y, a sus mesas y sillas, les atribuye conceptos muy lejanos a aquél lugar del que se nutrieron, a aquel valle que las mismas manos del carpintero defendían ante cualquier intrusión foránea. El hombre es el único que puede olvidar que su hogar no es más que un lugar de abastecimiento, un silo, del que pretende asegurar su integridad para poder seguir comiendo, para poder seguir dando de comer, para poder seguir siendo. Es entonces cuando surgen los sentimientos nacionalistas llenos de contenido cultural que mantienen entretenida a la mente y vacía a la barriga. Es por ello que muchos movimientos nacionalistas son restauradores: pretenden ahondar entre las ramas secas de aquél árbol que arrancaron para encontrar la tierra con la que volver a llenar, con la que volver a restaurar, su escuálida (¿escuálida?) barriguita. Pero eso ya es agua de otro corral.
El hombre. Un homínido que olvida y, gracias a su defectuosa memoria, puede analizar y aprender. La abstracción es un mecanismo surgido del olvido. Pero esto también son derroteros por los que hoy no me apetece viajar.
Mi nacionalismo. Cuál es mi patria se me pregunta, dónde están mis padres de piedra y tierra. Patria y nación, árboles arrancados de su sino, hogares que olvidan que no son sino un silo. Somos hijos de la abstracción y la metáfora, del olvido y la invención. O el invento, si se quiere. Ando entre perpetuas y níveas contradicciones, soy consciente de ello: pertenezco a un lugar que me da alimento pero no consigue llenarme la barriga, un lugar que no puede tornarse en hogar. Como un quebrantahuesos que deja caer los inertes y blancuzcos huesos hacia las rocas y, una vez estallados, no encuentra tuétano alguno. Así ando yo por esta tierra.
Mis padres de carne y hueso, no aquéllos de piedra y tierra, a los que abrazo, lloro y siento, me brindaron la posibilidad de la metáfora. A ellos, a su carne que se regenera y se pudre les debo mi pequeña patria en el mundo. Ellos me dieron la posibilidad del invento. Me enseñaron a nutrirme de lo indigerible. Y así ando por la vida, con dolores terribles de estómago. Me descubrieron un valle lejano a mi lugar en el cuál, con el paso de los años, he hecho de él mi hogar. Él me da piedras, frío, hierba, polvo, cumbres, sudor, brisa y aliento. Y con ello me alimento. Soberana demostración de la capacidad metafórica del hombre y altiva afirmación de la contradicción sobre la que todo humano que llega al mundo se mueve. Han sido aquellos peñascos los que han guiado mis pasos ante la vida, el lugar que me ha aportado el alimento eminentemente metafórico que me ha permitido ser lo que soy y que me permite luchar año tras año para volver a él siendo algo mejor de lo que era. Es mi Ítaca personal que me guía y a la que nunca, quién sabe si este periplo acabará con el óbito, podré llegar. Arroyos salados se precipitan entre mis mejillas cuando llega el momento de abandonar mi hogar, el hogar que me brindaron y construyeron mis padres; arroyos que, cuando las cumbres desaparecen más allá de la carretera de vuelta a casa, se tornan en torrentes bravíos y estremecedores.
Es cuestión vital, irracional y pasional. Y yo lo sé. Y sé que es contradictorio. No intento adoctrinar mi sentimiento, no intento someterlo al yugo inmisericorde de la razón. Él es libre y se dispara hacia los peñascos cuando las cosas no andan bien entre el hormigón. Lo sé, es eminentemente inventivo, esencialmente metafórico. ¿Y qué? Eso me da la vida, por el mismo hecho de que es vida misma. Por eso mismo, cuando oigo hablar de doctrinas e idearios entremezclados con los sentimientos vitales, me horrorizo. ¿Cómo exponer en un manifiesto un pulso vital? No es cuestión de determinación estatutaria ni de panfletos olvidados tras una manifestación, no es cuestión de mandamientos ni de enumeración de intenciones... ¡es cuestión vital! ¿Qué monstruosidad es esa de exponer en un manifiesto una pulsión evidentemente irracional? ¡Es una salvajada! Puedo entender el nacionalismo como movimiento vital, pasional y restaurado (ya que debe vivirse con la barriga llena, sino no hay sentimiento nacional que valga) pero me asusta aquél intento por racionalizar lo irracionalizable, por intentar acallar a golpe de sección y artículo la inamovible contradicción que guía la vida alrededor del hogar.
¿Cuál es mi patria entonces? Aquello a lo que abrazo, lloro, siento y me alimenta. No aquél hombre de la plana de Lleida con el que, según dicen, compartimos gentilicio, sino aquél amigo que está leyendo esto, mi madre que me trae café y mi padre que se preocupa por mi inminente marcha. Mi hermana que me sigue molestando con su música a todo volumen, mi tía que me regala libros y mi novia que desea retener mi rostro en su memoria. El valle por el que lloro y ardo en deseos de volver a él, mejorándome y mejorándolo. Definitivamente, mi patria no es un árbol seco y arrancado, un nombre abstracto bajo el cuál cobijarse, ni un gentilicio exclusivista. Respeto, en tanto que sentimiento vital, a aquél que siente conexión con la inefabilidad de una comunidad cultural; pero no puedo compartirlo pues, vuelve a aparecer lo vital, no lo siento. Si no siento conexión alguna con el adjetivo sustantivado bajo el que muchas proclamas se cobijan, la humanidad, ¿cómo voy a sentirlo bajo un ente abstracto con el que me tratan de controlar, seleccionar y clasificar? El gentilicio es sólo una forma de control, una etiqueta que excluye el esfuerzo por ahondar en la complejidad del sentir humano.
Aquella misma forma de control que prefiere el eixample barcelonés al sendero escarpado y escondido del monte. En la montaña el ojo debe acostumbrarse al dinamismo mismo de la vida, el pensamiento debe esforzarse por encontrar un camino y perseverar en él. Entre las calles de una ciudad, las categorías y las etiquetas, vuelven vago al ojo y el pensamiento se desvanece entre las calles perpendiculares. Por eso la filosofía prefiere el bosque, donde debe decidirse entre todos los caminos posibles, buscar buscándose. En la ciudad suele estar ya todo buscado. Supongo que, por ello, ciudades como Praga, con aquéllas calles que se cruzan circular y elípticamente, y las barracas de las afueras de cualquier ciudad, suelen generar buenos ojos. Pero bueno, esto también es un sendero por el que no tengo ganas de seguir caminando. Alguno se puede esperar un cierre o un fin adecuado a toda esta diarrea de pensamientos. Hoy no toca. Hoy me reservo el derecho a la vida misma, donde ni todo acaba ni todo empieza nunca. Y no, esto no es un cierre.

miércoles, 16 de junio de 2010

Los límites del género

¿Sirven de algo los límites entre géneros literarios? ¿Es el límite inocuo u oculta una forma de poder tras de sí?

Reflexiones sobre el concepto de historia y sus límites de la mano de Heródoto y Tucídides pinchando el siguiente enlace:


Las palabras en griego y en latín que salen en el texto:

  • πάθος --> pathos, el sufrimiento, el sentir, lo volitivo y sentimental en el hombre
  • λόγος --> lógos, la razón, lo racional y lógico en el hombre
  • κόσμος --> kósmos, el universo siempre ordenado de los griegos
  • Θάνατος --> thánatos, la muerte dulce y sosegada
  • Keres --> la muerte violenta y sangrienta
  • ἴδιον --> idion, lo propio en el ámbito humano
  • κοινόν --> koinón, lo común en el ámbito humano
  • μῦθος --> mithos, el mito
  • ἀλήθεια --> aletheia, la verdad, el desvelo de lo aparente
  • ἦθος --> ethos, el carácter
  • παιδεια --> paideia, se podría traducir por algo así como cultura o educación
  • ars gratia artis --> el arte por el arte
  • pater historiae --> padre de la historia
  • ante rem --> antes de la cosa, lo puesto antes de que la cosa se dé
Me ha acompañado, cómo no, Sigur Rós con "Salka":

martes, 15 de junio de 2010

"Siempre fue así" y "Todo está por venir"

El texto que enlazo es una reflexión sobre el concepto homérico de Ítaca y sus implicaciones en el acontecer humano. Sazonado con el sabor imborrable que las clases de Josep Manuel Udina me han dejado al largo de la vida. Cabe decir que no ha sido en sus clases dónde he exprimido las mejores lecciones de su presencia, sino en las relaciones "extra-magistrales": en el bar, en el restaurante y por los pasillos de la Facultad. Ha sido un buen profesor, uno de los mejores. Aunque, por encima de todo, ha sido un hombre y ha tratado a sus alumnos como humanos. Algo envidiable en los tiempos que corren.

"Siempre fue así" y "Todo está por venir"

Gracias a la recomendación de un buen amigo, traduco las palabrejas que salen en griego en este texto:

  • υσμός --> hrismós, el ritmo, el orden interno de lo dado en la poesía, en el mundo, etc.
  • ράβδος --> rabdos, el bastón que el rapsoda utilizaba para marcar el verso golpeándolo contra el suelo.
  • ἴδιοv --> idion, en el ámbito humano, lo idiota, lo propio
  • κοινόν --> koinón, en el ámbito humano, lo común
  • κόσμος --> kósmos, el universo siempre ordenado de los griegos
  • λογός --> logós, el orden interno que gobierna a lo dado: al discurso, al mundo, a la vida comunal. Para mí tiene mucho que ver con el hrismós.
  • Δική --> diké, la justicia como garante del orden universal.
  • νόστος --> nóstos, el retorno

lunes, 14 de junio de 2010

Escalada en Cabrera de Mar

Las fotos de la escalada se peden ver pinchando el siguiente enlace:
Tras una dura semana de exámenes, convenzo a Oriol para ir a relajar las tensiones en la pared. Se apunta "Pancho" y completamos un trío con ganas de comerse la pared y, especialmente yo, con experimentar de primera mano aquello que en los libros solo se trata desde la distancia del recuerdo.

Cuando empezamos la aproximación hacia la zona de escalada se nota mi sedentarismo en esta época de exámenes y el cansancio del matutino esfuerzo en Correos.

Una vez allí Oriol empieza abriendo un IV mientras yo le aseguro. Después subimos Pancho y yo.

Mi primer contacto con la roca me saca de la aparente seguridad en la reclusión filosófica y me devuelve a la realidad, la lucha, el αγόν. La lucha por persistir, por continuar viviendo y, si se puede, viviendo bien. La roca, yo y toda la confianza en el hombre de abajo que tiene mi vida entre sus manos.

La segunda vía la escalo de primero. Es aquí donde todos tus sentidos se concentran en la acción inmediata y el pensamiento se dispara hacia las posibles consecuencias de un paso en falso. Es en este momento cuando es imprescindible la conexión empática con el hombre que te asegura. En eso Oriol tiene un papel envidiable, sus arengas logran conectarme con la roca, alejar el ininterrumpido ir i venir de mis conexiones sinápticas y fluir hacia el siguiente seguro. Llego a la reunión, que debemos compartir con otro grupo de escaladores, y Oriol me dice que continúe. No lo veo claro. El miedo se ha apoderado de mi y me impide ver las cosas con claridad, no he sabido sobreponerme. Planto una express y desciendo.
Le toca el turno a Pancho, parece "Juan sin miedo" y supera grácilmente el paso donde yo me había quedado encallado minutos antes. Chapa la reunión y desciende.
Es el momento de Oriol, llega al punto en el que se había quedado Pancho y sigue ascendiendo. Llega hasta la última reunión, pasa la cuerda por la argolla y desciende.

Una vez abajo me mira a la cara y entiende que, a pesar de que teníamos prisa, necesito subir por última vez, para continuar con este aprendizaje, con esta lucha que nunca acaba: la doma de mi miedo. Subo y siento. Siento mis manos agarrarse de la cortante roca y mis pies apoyándose en las repisas que van encontrando. Respiro y conecto mis movimientos y mi sentir con la roca. Llego arriba y miro al mar. Un par de veleros se cruzan lejos de la costa. He subido domando el miedo. Desciendo y toco tierra, cuando mis pies tocan el suelo mi tez es totalmente diferente de la que tenía cuando me até el ocho al arnés para empezar a ascender. Siento como algo inefable fluye por mi cuerpo, me siento satisfecho de haber subido a un peñasco. ¿Subir 20 metros es lo que me hace sentir así? No creo. Ha sido, indudablemente, la conexión con la roca a través de mi relajación, aquél proceso que me ha llevado a conocerme un poquito más y a domar mínimamente mi miedo, a controlarme.

Recogemos, bajamos y ponemos rumbo a Barcelona. Nos espera el Palau Blaugrana -por eso teníamos prisa- nos cuelan y vemos los dos últimos cuartos del partido entre Barça y no sé que otro equipo de básket. Mi alma no pertenece a ningún equipo pero, igualmente, disfruto como un crío.

Cuando llego a la cama sé que mi cerebro me ha agradecido el día que le he dado, ávido de nuevas sensaciones para crear nuevas conexiones entre neuronas, lo he logrado sacar de la tediosa reclusión de mi nariz pegada a las páginas de un libro.

domingo, 6 de junio de 2010

Filosofía, no serías nada sin la vida

La mezquindad del ser humano no tiene límites. Ya no queda lugar para la empatía ("εν", en el interior de, "πάθος", sufrimiento), εμπαθεια, aquella perdida capacidad de sentir el dolor ajeno en el interior de uno mismo. El interés personal sella herméticamente ese sentimiento que nos hace ser compasivos, compartir el sufrimiento. Ni Nietzsche ni su puta madre. Cuando uno ve a su madre rota de tanto trabajar, si no se le parte el corazón y los trocitos despedazados le suben por la garganta y le impiden el respirar... posiblemente sea un monstruo.

"La filosofía empieza donde acaba la creencia", según Platón. ¡Ja! ¡Yo me meo y me cago en esa aserción! La filosofía, mal que nos pese, no es más que el proceso inductivo parapetado tras la salvaguarda racional de lo deductivo. La filosofía se extrae de un cúmulo de vivencias particulares, personales y referidas al propio ἦθος que caracteriza a cada ser viviente. Lo vivido condiciona irremediablemente lo pensado. Extraer aserciones particulares de lo universal es una quimera, ¿que es lo universal sino la comunidad de vivencias particulares enlazadas tras un concepto abstracto? El ser humano es el animal más engreído de todo este planeta, ¿quién puede extraer juicios particulares de una universalidad que se le antoja inefable? El hombre, cuando desea ser deductivo, sólo recoge las migas de todo ese pan universal. En la panadería del conocimiento, lo único que hace es escoger las migas de aquellos panes que se acercan más a aquél sentido que él mismo ha dado previamente a su vivencia. Vivir y escoger. La filosofía se reduce a eso. La vivencia, tamizada por el sentido que le otorgamos, no deja de ser aquello que nosotros creemos que es; la filosofía empieza cuando se da sentido a la vivencia.
Nietzsche. Su madre era lo que era y sus amigos le hicieron lo que le hicieron. ¡Qué iba a decir él de aquella compasión tan religiosa!
Platón. Grecia estaba educada desde la creencia en un panteón que dotaba de sentido a lo vivido, un panteón que ahogaba la necesidad de aquellos hombres que ansiaban conocer las leyes internas de lo dado. Deseaban conocer aquella μοῖρα que se les presentaba como algo inefable, sólo los oráculos les remitían información siempre ambigua, contraria a la pretensión ática de desentrañar la verdadera ley que rige el acontecer. Jenófanes, Solón y luego Platón. ¡Qué iban a decir de lo creído! Necesitaban saber lo que para ellos era el verdadero ritmo interno del κόσμος, un conocimiento lejano a la ambigüedad délfica.

Y yo. Mi madre ha sido el fulcro de mi vida. Mi padre ha sido la figura de la seriedad, el trabajo, el rigor, el esfuerzo y la constancia. ¿Valores burgueses? ¡Iros a la mierda! Los valores de un chaval que hubo de emigrar con su padre a Alemania para poder comer. He recibido de ambos distintas influencias que, no por ello, dejan de ser complementarias. Aunque, y que los psicólogos y los aficionados al culebrón freudiano digan lo que quieran, prevalece en mi el ἦθος recibido de mi madre: la actitud vivencial, pasional, dejándose el aliento en aquello que le da alas para abrazar a la vida.
Y lo sé. Todas las aserciones, todas las valoraciones del universo, las hago en virtud de lo que he vivido y lo que me han enseñado. La filosofía no es algo dogmático y cerrado, es una postura particular referida a un contexto siempre personal. ¿La opción contraria? La postura contraria está sometida a vivencias lejanas a nuestra experiencia, por lo que si queremos criticar la filosofía que se extrae de aquella vivencia lejana debemos vivir la misma experiencia de dónde surge, y esto no es siempre posible. Es aquí dónde entra en juego la empatía, ponerse en el lugar del otro. No de su postura, de su filosofía, pues sólo es un producto final, sino en la vivencia que da forma y contenido a ese producto. Sólo así podremos saber si en ese salto de lo vivido a lo pensado se ha abusado de lo inductivo o si por el contrario, abusando de lo deductivo, se ha tomado a lo vivencial como lo universal.

En este punto surge el tema de la tolerancia. Considero que, en los extremos, ésta es imposible. No podemos tolerar aquello que niega el sentido que hemos dado a lo vivido, esto rompería de raíz nuestra estructura vital. No estoy hablando de dogmatismo. La empatía ayuda entender la postura del otro a relajar las tensiones entre las diferencias y dejar fluir la curiosidad infantil que caracteriza el conocimiento. Ésta puede ayudarnos a relativizar nuestra postura y a bajarla del pedestal donde la solemos colocar, para limpiar el polvoriento mármol sobre el que la teníamos puesta. Ese busto marmóreo forjado con lo que pensamos y lo que creemos que nos pertenece. Y, mientras limpiamos el pedestal, a nuestro busto vivencial le da tiempo para darse cuenta, en el suelo apoyado, de que no es ni la definitva, ni la mejor obra vital jamás hecha. La empatía deja lugar a la modestia, que mal entendida pasa a ser un simple mecanismo decoroso, pero jamás debería dar paso a una tolerancia ante rem. La crítica, siempre relajada y respetuosa, hacia lo que nos rodea, nos permite vivir con la convicción de lo vivido; eso sí, teniendo en cuenta que una nueva experiencia puede dar al traste con todo ese tinglado inductivo que nos hemos montado. La crítica debe ser siempre respetuosa, pues jamás sabes cuando vas a vivir aquello que ha llevado a forjación de las posturas que crees enemigas y tampoco sabes cuál va a ser tu dotación de sentido a esa determinada vivencia. Es importante aquí, de nuevo, la εμπαθεια, empatía, es el mecanismo que permite un simulacro, siempre limitado a las condiciones de lo reproducido -lo vivido en segundo término-, ante el cuál podemos hacernos una idea de nuestra posible postura ante aquella vivencia lejana.

Una vez más, todo esto es y no es. Estas aserciones están extraídas del sino de mi vivencia. Hoy son las que son y mañana pueden cambiar de rumbo totalmente. La plasticidad es una virtud importante ante la vida, díselo a los políticos...

Otra vez la misma canción, me está dando duro:

sábado, 5 de junio de 2010

Pause

Una temporada atípica de exámenes: me ha dado tiempo para cortarme el pelo y afeitarme la barba. Algo insólito. Y es que el espacio entre exámen y exámen hace que me tome esta lucha de un modo más relajado.
Suerte, τυχή, μοῖρα, destino o cómo se llame, no importa. Uno puede llegar a sentirse muy afortunado cuando sale de trabajar y tiene la posibilidad de mirar al cielo y sonreír. ¿Conformismo? No creo. La sonrisa que llena mis labios al salir de trabajar no tiene nada que ver con mis proyectos realizados o frustrados.
Caminar lentamente, dejar todo dentro de ti reposar, no pensar demasiado en nada y seguir caminando, paso tras paso, en dirección a casa. ¿Qué hay de glorioso en todo esto? Absolutamente nada. Y, sin embargo, sonrío.
¿De dónde surge la satisfacción? De la destrucción de esta misma pregunta. Dejar que todo tome su sitio y dejar acalladas, por un momento, las preguntas que zumban en el interior; y todo para lograr esa paz calmada entre el ἀγών característico de esta temporada académica. Suspender la acción entre los momentos sangrientos del combate, retirarse hacia el interior para coger inercia y golpear violentamente aquellos muros argumentativos que entorpecen el caminar.

martes, 11 de mayo de 2010

Madre, en serio, lo estoy intentando

Tenía una foto de ella en la primera página de su lista de tareas. Durante años la había guardado en su cartera. El paso del tiempo y el olvido habían dado un toque amarillento al satinado papel. Ella sonreía. La foto debería ser de poco antes o poco después del comienzo de lo que, él no podía verlo de otra manera, era un soberano desastre. Ella aún conservaba su madura belleza en aquél retrato: su tez bronceada y sus mejillas surcadas por aquélla arruga que, cual meridiano, daba fe de la sonrisa tras la que guardaba una vida llena de dolor, sumisión y desprecio. Tenía el mentón demasiado pegado al pecho y sus ojos trataban de luchar contra la timidez, alzando la mirada con un gracioso arqueo de sus cejas. Una mujer, una vida. ¿Inocencia? Uno debía tener el corazón demasiado metálico como para extraer algún ápice de inocencia de aquél arrugado papel. El desprecio, unido a la gran capacidad para soportar el sufrimiento de aquella mujer, la habían lanzado hacia lo que, él insistía, un fatal desatino. Él no podía entenderlo, pero asentía: su agonía era una catarsis, una purga destinada a eliminar todas las dudas que, por aquí y por allá, todo el mundo había puesto en sus capacidades. Seguramente muchos se estarían aprovechando, como durante toda su vida, de aquella heroica purificación. Seguro. Lo había hablado demasiadas veces con ella. No había solución. Era su programa de vida: alcanzar el honor desde el desprecio. Algo que, aunque él pensaba que tenía una buena vida, jamás había logrado construir. Aquella mujer con su deteriorado cuerpecito, guardaba en su sino una fuerza que a él le parecía inalcanzable: el orgullo. Aquél pundonor que, por el sometimiento a juicio con el que hostigaba constantemente sus despertares, se tornaba en inalcanzable; él se veía inmerso en un halo de escepticismo y relativismo, mientras ella se levantaba día tras día con la convicción inquebrantable de su proyecto vital: honor y gloria. Él, que estudiaba a los clásicos, era un desquiciado moderno, cuestionando incansablemente su quehacer, sin lograr alcanzar nada. Ella, que dormía pensando en combinaciones de ingredientes y pasaba el día entre ollas y paellas, encarnaba fielmente la figura del héroe clásico. Ella y su envejecida pose. Cuánto había cambiado ella... su sueño de gloria la había llevado a una vejez prematura, lejana de aquella madura juventud que colmaba la fotografía que él sostenía entre sus manos. Miraba la lista de tareas y todo le parecía vano e inservible: lecturas de autores modernos que charlaban sobre la apariencia, medievalistas que ahogaban sus penas en discusiones sobre los universales... giraba la vista y allí encontraba los libros de London, de orientación, de alpinismo, de Mann, de supervivencia, de Homero, de aventura y de viajes a los confines de las antípodas. ¿Qué hago yo aquí? Se preguntaba. ¿Era su madre más consecuente que él con su proyecto de vida? ¿Qué hacía él estudiando todos aquellos tomos de filosofía cuando soñaba con retozarse entre los frescos picos de las montañas? Observando el raudo cabalgar de las nubes entre los collados, inhalando el aire necesario para dar el siguiente paso y tumbándose en los verdes prados mientras observaba aquellos picos que alcanzaría al amanecer. ¿Qué cojones hacía él allí?

Y, sin embargo, sabía que debía acabar con lo que había empezado. Era la lección que su madre, en las excursiones hacia los altos picos del Pirineo y en su quehacer diario entre su proyecto vital, le había inculcado. En la montaña, lo que uno no acaba, queda irremediablemente brindado a la voluntad de las cordilleras: a sus ríos, a sus vientos, a sus largas noches y a sus inevitables cambios de humor. Exactamente lo mismo sucedía en la vida entre el cemento. Sujetaba la fotografía de su madre con fuerza. Miró el listín de tareas y se imaginó a su madre que, mientras él se decidía diariamente entre la acción y la pasividad, en ese preciso instante ella debería estar sudando entre las idas y venidas en una cocina demasiado pequeña para su fuerza y creatividad. Y él, allí. Parado. Frente al vivo retrato de la convicción, el temple y el trabajo. Sin, duda amigos íntimos del honor y el éxito. Decidió aparcar sus sueños en las cumbres y se puso a acabar de una puta vez lo que había empezado, aquella pesada cadena que le dejaba preso entre el cemento.